Pensamientos de un Aventurero Cósmico.

miércoles, 25 de abril de 2007

Alas de papel (IV)

La tormenta castigaba los tejados de los edificios más altos. Sombríos éstos, palidecidos por la penumbra de la noche, creaban un paisaje lóbrego en el que un gélido viento de desasosiego recorría raudo las calles mortecinas. Las negras nubes de la tormenta mostraban su perfil en el cielo con la luz de los rayos, durante brevísimas fracciones de segundo.

Yo subía por las escaleras de una alta torre de piedra, queriendo alcanzar el punto más alto. Buscaba un lugar de soledad donde esconderme y donde intimar con mis preocupaciones. Llegué a un cuarto vacío, en lo alto de aquella alta torre, con una ventana desnuda, sin cortinas, y desde la cual podía verse el mar de tejados pardos de la ciudad en la noche.

Un rayo descendió desde las negras nubes de tormenta, haciéndose camino entre éstas, hasta el pararrayos de un tejado cercano. Yo lo vi, vi como su luz cegadora y fulminante explotaba a una escasa distancia de donde yo estaba. Entre la brillante luz y el terrorífico estruendo vi la imagen de un ángel, acercándose, volando hacia mí. Lo vi ya en la ventana, mientras yo yacía en el suelo, arrollado por la impresionante fuerza del rayo. Me hizo una señal, indicándome con su dedo una dirección, y luego se desvaneció. Con su imagen aún plasmada en mi retina hice un desmesurado esfuerzo por levantarme y averiguar qué había querido decirme tan fugaz mensajero. ¿Una ilusión?, pensé mientras me incorporaba. Pero en mi visión permanecía una mancha rosada con su silueta, manteniéndose ahí unos minutos antes de disiparse del todo.

Me acerqué a la ventana, algo temeroso pero con interés, y traté de seguir la imaginaria trayectoria del dedo del ángel. Al principio no vi nada salvo el mismo mar de tejados que ya antes había visto. Seguí buscando con la vista en aquel caótico paisaje y finalmente llamó mi atención un misterioso resplandor multicolor que provenía de alguna puerta o ventana abierta, en una calle cercana. Bajé de aquella torre, curioso, a ver de qué se trataba. Me ubiqué entre las calles y deduje pronto cual sería la dirección a tomar para llegar al enigmático lugar que desde las alturas yo había divisado. Comenzaba ahora a llover con suavidad.

Las gotas de lluvia mojaban mi ropa, mi pelo y mi cara, mientras yo avanzaba apresurado por las desiertas calles. Llegué, por fin, al lugar del que provenía aquel colorista resplandor. La luz venía de una casa, con la puerta entreabierta. Sin demasiado pudor decidí entrar para descubrir el origen de aquel fulgor de bienaventuranza. Y apenas habiéndome adentrado en aquella estancia te vi, pequeña mía, después de tanto tiempo. Eras tú, más bella que nunca, radiante, rebosante de energía. Tus alas estaban ahora fuertes. Me acerqué a ti y tú también te acercaste a mí. De ahí surgió un beso, una caricia, un abrazo y con una sonrisa nos despedimos.

Verte de nuevo volar, llena de vitalidad, me hizo ver que ahora nuestros caminos se separaban. Me embargaba ahora una mezcla agridulce de alegría y tristeza. Llovía ahora con mayor intensidad; sobre mí caían las gotas de la lluvia cubriéndome por completo, empapándome. Yo caminaba por las desiertas calles mientras el amanecer se abría paso entre la ya apaciguada tormenta.

[Cesar :]
Escribo las líneas de un libro
Que ya está terminado
Por quién querer vivir
Si no es la realidad

[Sophia :]
Abre los ojos
Pon fin a tu agonía
Abre los ojos
Y empieza tu nueva vida


(Dark Sanctuary - Abre los ojos)

martes, 24 de abril de 2007

Alas de papel (III)

Juntos caminábamos a través de las estaciones, viendo como las marrones hojas que ayer pisábamos luego formaban deliciosas composiciones florales. Pudimos sentir las caricias de la suave brisa estival cuando ésta levantaba nuestras ropas. Pudimos sentir también como el mar besaba nuestros pies en algún vasto arenal. Degustamos el tenue calor del crepúsculo, dulcemente acurrucados en un paraíso bañado en miel. Y así saboreábamos tu y yo el néctar de la pasión, dulce bálsamo para curar las heridas causadas por un mundo lleno de crueldad.

A un paisaje envejecido por la mugre llegó la sombra. Las farolas encendieron sus cobrizas lenguas de tungsteno al unísono, dando así la bienvenida a una nueva noche de plástico. Cómplices de la quietud de la noche, nos dábamos mil besos envueltos en satén y terciopelo. Solíamos encontrarnos en la tranquilidad de la noche, a la luz de las velas, en un lugar mágico y desconocido para los demás: nuestro santuario.

Pero una noche fui allí a buscarte y no estabas. Te esperé, pero no volviste. Me pregunté dónde estarías, a dónde habrías ido, pero no dí con la respuesta. Comencé a preocuparme. Muchas fueron entonces mis hipótesis acerca de tu paradero, endiabladas teorías, nada alentadoras, aciagas en su mayoría. Te imaginé en algún inhóspito lugar abandonada, vejada y violada por algún maldito demonio. Te dí incluso por muerta, ¡oh, pequeña mía! La incertidumbre era mi continuado tormento, día y noche, semana tras semana.

Oí tu voz, pero no eras tú; no me lo pareció. Tal vez sí, no lo sé. Mi desesperación distorsionaba mis sentidos hasta hacerme ver, sentir, lo que se me antojaba más atroz. Lloraba tu ausencia, maldecía tu suerte por suponerla infame. Iracundo, beligerante ya, golpeé muros y paredes, consiguiendo sólo hacer a mis puños sangrar, salpicando con sangre las páginas de mi diario. Sangre que se mezclaba con mis lágrimas en el papel, turbiando más aun la poco clara crónica que yo hacía, desde mi emponzoñada óptica, de mi desgraciada vivencia.

viernes, 20 de abril de 2007

Carpe Diem

Yo no podría estar más de acuerdo con lo que algunos dicen acerca de recorrer ese camino que es la Vida. Camino cuya única meta es la Muerte, y que por lo tanto debe disfrutarse antes de llegar a su funesto término. Si lo que buscamos en la vida es la felicidad, ésta no puede verse como una meta, sino que ha de concebirse como un continuo disfrute, constituido por pequeños placeres.

Me atrevo incluso a decir que ese camino ni siquiera existe. La vida transcurre por un terreno sin veredas, pues las sendas ya trazadas registran las experiencias vividas por otros indivíduos. Nosotros debemos vivir nuestra propia vida de forma original y genuina, no queriendo ser burdas imitaciones de otras personas.

No obstante, forjar nuestro propio destino no es tarea trivial. Lo más adecuado es hacerlo de forma incremental, viviendo cada instante, día a día. El arte de saber tomar en cada momento las decisiones que nos son más favorecedoras ―tanto a corto como a largo plazo― se aprende de la observación. Paulo Coelho explica en su obra «El Alquimista» que el mundo nos brinda un montón de señales que, sabiendo interpretarlas, nos harán vivir lo que él denomina la Leyenda Personal de cada uno; justo lo que de corazón anhelamos, lo que realmente queremos ser y lo que realmente deseamos vivir. Esa capacidad de observación mística y trascendental ha de servirnos de guía para hallar en cada momento la felicidad.

Debo reconocer que, años atrás, mi visión del mundo era muy cuadriculada; siempre exigiendo una explicación estrictamente racional de las cosas. Yo era incapaz de distinguir esas señales, aún llegando a ser en ocasiones muy evidentes. Por fortuna, he cambiado de parecer, y aunque sigo buscando por medio de la razón el porqué de muchos fenómenos mundanos, creo ahora más conveniente circunscribir el dominio de actuación de la razón a los campos que le son legítimos.

¡Oh! ¡He experimentado maravillosas vivencias! He visitado lugares preciosos, llenos de magia. He conocido a algunas personas muy interesantes, y sé que son interesantes porque les he abierto mi corazón para poder así recibir su bondad, regalo sagrado para el espíritu. He sentido el amor con una intensidad sin precedentes. Y he hecho cosas que nunca antes me habría planteado, solo porque no entraban dentro de mi ridículo y acartonado esquema de valores estrictamente racional. Si ciertas personas supiesen de cosas que he hecho, de actividades que he practicado, etc... ¡pensarían que no soy el mismo! Tal vez algunos piensen que estoy loco, pero lo cierto es que nunca he visto las cosas con mayor claridad. Y puedo decir que esto es solo el principio; aún queda mucho por vivir.

jueves, 19 de abril de 2007

El Baño

Es cotidiano que nos abrume la frustración en nuestros quehaceres más intelectuales. Cuando nos agobia un problema al que no le encontramos solución, cuando se nos embota la mente, cuando la inspiración parece faltar; ese maldito estado de aturdimiento que nos impide descansar acabará haciéndonos presas de la desesperación. Maldecimos. Gritamos. Damos golpes y patadas. Nos enfadamos. Nos sentimos insignificantes.

Pero la Inspiración ―esa traviesa hada― no tolera esas groserías. Ella exige que nos relajemos; sugiere que nos demos un buen baño. Llenaremos, pues, la bañera, añadiendo sales de baño, encendiendo tal vez velas e incienso; lo que más nos guste. Éste es el ritual para invocar a nuestra deseada compañera, para que nos ilumine y nos traiga la anhelada solución a nuestros quebraderos de cabeza.

Valga como prueba la célebre anécdota vivida por Arquímedes. Hierón (rey de Siracusa) le había pedido que determinase la pureza del oro de una corona cuya fabricación había encomendado a un infame orfebre. Temía el rey que éste hubiese rebajado la aleación para así lucrarse a costa del monarca. Debía, pues, Arquímedes dar una respuesta al soberano acerca de la pureza del material de la citada alhaja, mas no se le ocurría forma de resolver el problema. Hastiado el sabio por no encontrar solución alguna ante la apremiante impaciencia del rey, hallábase éste al borde de la desesperación.

Pero la inspiración acudió al encuentro de Arquímedes cuando éste fue a darse un baño. Experimentó ahí, en ese momento y en ese lugar, el fenómeno que le brindaría la solución ―el principio de Arquímedes― al observar que cuando sumergía su cuerpo en el agua un volumen equivalente de agua era desalojado. Había encontrado la forma de medir el volumen de la corona del rey ―y de cualquier otro objeto que se le antojase― para poder determinar la densidad del citado objeto una vez conocido su peso.

Y enormemente contento Arquímedes por su descubrimiento, comenzó a correr jubiloso por las calles de Siracusa exclamando el ya archiconocido grito de Eureka, Eureka ―vocablo de origen griego con significado de haber hallado algo y también conocida marca comercial de chocolate―. Había solucionado el problema que tanto le angustiaba.

Sólo me resta decir que nunca se sabe cuando la Inspiración ―esa traviesa hada― nos hará una visita. Lo mejor es mostrarse siempre amable y optimista para no ahuyentarla. Un buen baño relajante puede ser nuestro gran aliado para propiciar un encuentro con ella. Eso sí, abogando siempre por un consumo responsable del agua.

jueves, 12 de abril de 2007

La flor más hermosa (I)

La flor más hermosa es la que nace en la adversidad. Desafiante a la vez que tierna, despliega sus pétalos con lozanía, abriéndose al mundo. El triste horror de acero y cemento no ha podido frenarla. Y entre ordenadores y faxes hay una carta de amor, en un sobre rojo, escrita a mano. No sé lo que pone; no es para mí. Dirijo mi vista a la ventana, allí sigue esa flor, esbelta, radiante, toda ella.

La noche anuncia su llegada, prestándole su roja bufanda al horizonte. Una brisa liviana hace bailar a todas las plantas del jardín. Un dulce aroma me envuelve mientras me dirijo a mi coche. Voy con calma. Conduciré despacio. Me apetece tomar una ruta diferente y perderme, llegar a lugares nuevos, nunca antes vistos. Quiero dejarme seducir por el extraño encanto de un paisaje bañado en sombra. No tengo prisa por llegar a ningún lugar.

Mi corazón late apresuradamente. Mis ojos, abiertos como platos, devoran con ansiedad las rayas de la carretera. No pierdo detalle, cada cruce es una dulce tentación; nuevas posibilidades, nuevos lugares, nuevas sensaciones.

Finalmente regreso a mi casa. Es hora de descansar, de reponer fuerzas para un nuevo día. Mientras duermo, la noche transcurre silenciosa, pasando desapercibida. Y tras ella, llega un nuevo día presidido por un sol majestuoso en su trono de color azul.

Salgo a la calle, donde el bullicio de personas y coches se alía con la fulgurante claridad del día para sacudirme, quemándome, aturdiéndome. Ahora conduzco mi coche en línea recta, sin desviación posible, directo a mi destino. No puedo perder ni un minuto, no puedo decidir, no puedo improvisar: todo está planificado. Y como yo, miles, millones de personas hacen lo mismo. Sin pensar, sin disfrutar del paisaje, nuestra travesía sólo nos brinda malos momentos. He aquí el drama de la existencia humana: una terrible rutina que se repite día a día. Llego finalmente al lugar donde he de cumplir con mis obligaciones. Me instalo e intento centrar mi mente en mi labor, pero un fugaz pensamiento me arrastra hacia la ventana.

La flor más hermosa es la que nace en la adversidad. Desafiante a la vez que tierna, despliega sus pétalos con lozanía, abriéndose al mundo. El triste horror de acero y cemento no ha podido frenarla. Y entre ordenadores y faxes hay una carta de amor, en un sobre rojo, escrita a mano. ¿Será para mí?