Pensamientos de un Aventurero Cósmico.

lunes, 26 de noviembre de 2007

La revolución de los sentimientos

Vivir escuchando los susurros del corazón es lo que nos hace únicos, inigualables. ¿Para qué querer ser clones idénticos, engranajes que perfectamente encajan en una máquina mal llamada «sociedad»? Rebaños de coches desplazándose en una misma dirección, hábitos y costumbres programados para dispararse con periodicidad, consumismo voraz, desarrollo absurdo: un invento del hombre para eludir su obligación de adaptarse al medio natural. Se ha creado un nuevo medio, sintético y reticular, que ofrece al ser humano muchas comodidades; ya no es necesario tener instinto de supervivencia. A cambio, ha de morirse en vida para ser una parte integrante del sistema, anónima y esclava.

Para la vida y por la vida, es hora de erguirse y actuar por cuenta propia. ¡Rebelión! ¡Insurrección! ¡Sabotaje! Esta será la revolución de los sentimientos. Hay que defender aquello que nos hace humanos y ser lo que realmente queremos ser; hoy un corsario, mañana un Don Juan. ¡Vivamos de nuevo el romanticismo! Saqueemos los templos donde se rinde culto a las costumbres. Violemos a la razón. Destruyamos ídolos e iconos. Acabemos con todo, porque nada de lo que hay tiene valor alguno.

Aliémonos, pues, de quien la vida disponga, para la vida y por la vida; sea esta nuestra entrega a la causa humanitaria.

Y si caigo,
¿qué es la vida?
Por perdida
ya la di,
cuando el yugo
del esclavo,
como un bravo,
sacudí.


(José de Espronceda - Canción del pirata)

domingo, 25 de noviembre de 2007

Sólo para locos

Lo que a continuación transcribo es una poesía que aparece en la obra "El Lobo Estepario", de Hermann Hesse. Dedicada a todos los que de vez en cuando se sienten lobos esteparios.

Yo voy, Lobo estepario, trotando
por el mundo de nieve cubierto;
del abedul sale un cuervo volando,
y no cruzan ni liebres ni corzas el campo desierto.

Me enamora una corza ligera,
en el mundo no hay nada tan lindo y hermoso;
con mis dientes y zarpas de fiera
destrozara su cuerpo sabroso.

Y volviera mi afán a mi amada,
en sus muslos mordiendo la carne blanquísima
y saciando mi sed en su sangre por mi derramada,
para aullar luego solo en la noche tristísima.

Una liebre bastara también a mi anhelo;
dulce sabe su carne en la noche callada y oscura.
¡Ay! ¿Por qué me abandona en letal desconsuelo
de la vida la parte más noble y más pura?

Vetas grises adquiere mi rabo peludo;
voy perdiendo la vista, me atacan las fiebres;
hace tiempo que ya estoy sin hogar y viudo
y que troto y que sueño con corzas y liebres
que mi triste destino me ahuyenta y espanta.
Oigo al aire soplar en la noche de invierno,
hundo en nieve mi ardiente garganta,
y así voy llevando mi mísera alma al infierno.

viernes, 23 de noviembre de 2007

Sin retorno (III)

La búsqueda de la verdad transcurre por un paraje sin caminos, por territorios ignotos, por selva virgen. Abrirse camino es difícil, pero retroceder es imposible. A nuestras espaldas ya sólo se percibe el vacío, lo insustancial, lo que no es más que una pantomima: un mero engaño para nuestros sentidos.

Alguien debió advertir al prisionero de la caverna que, una vez comenzado su viaje, retornar de nuevo al estado de ignorancia del que partió sería ya imposible. El conocimiento de la verdad es un camino que una vez que se comienza a andar nos impide dar media vuelta y regresar al lugar de origen. ¡Es tarde ya! La pastilla roja ya ha hecho efecto. Volver de nuevo al presidio de la ignorancia no es posible. No hay retorno. ¿Algún antídoto? ¿Absenta, láudano, nepenthe?: tan solo remedios temporales.

Podemos observar al resto de los prisioneros, inmóviles, observando felices su teatro de sombras chinescas, su realidad simulada. ¿Podríamos ayudarles a salir? No, ellos son felices así; no quieren padecer el sufrimiento causado por la incertidumbre, venida ésta del cuestionamiento de la veracidad de lo que creemos conocer. Pastilla azul, dulce droga, soma. Todo se mantiene invariable; hay un orden incuestionable para todas las cosas.

Vivir es recorrer la senda de nuestra propia existencia. Mi camino es sinuoso y transcurre, las más de las veces, por terrenos baldíos, inertes. Mi camino es el camino de la soledad. Me he liberado de los grilletes del convencionalismo y atrás he dejado la caverna donde el resto de los prisioneros digieren todo aquello que les es mostrado, proyectado en sombras. Intento ver lo que voy dejando atrás, pero la penumbra de la noche ya ha borrado del paisaje la entrada de la cueva. Veo ahora hacia adelante; comienzan a aparecer luces tenues en medio de la oscuridad. Ahora es momento de avanzar.

martes, 20 de noviembre de 2007

Sin retorno (II)

A los ojos del profano, el mundo de la noche es tan solo oscuridad. Pero si uno vence el miedo y se adentra en la penumbra descubre una abundante variedad de matices que harán de su incursión la experiencia más enriquecedora y fascinante de su vida. Esta oscuridad no es más que una sensación transitoria y engañosa que da paso a la más auténtica forma de percibir la realidad del mundo: una realidad subjetiva, no convencional y cambiante.

Esta percepción subjetiva es la que emana de nuestro intelecto a partir de las sensaciones experimentadas. Dichas sensaciones son novedosas, nada convencionales; aportan detalles cada vez más sutiles y refinados. El proceso de observación se halla ahora en una situación kafkiana, desconcertante a causa de la penumbra que absorbe colores y formas. El proceso de la percepción debe adaptarse a su nuevo entorno para que, con ingenio, pueda extraer de éste tanta información como sea posible. Se rompen aquí los ideales impuestos por el sistema educativo y la cultura; es hora de forjar unos nuevos, hechos a medida.

Ya no importa la forma, importa el concepto. La forma no es estática, cambia con el tiempo. El concepto ya contemplaba ese cambio, prediciéndolo. El mundo y el individuo están inmersos en un proceso de cambio continuo. Carece de sentido basar el conocimiento en imágenes estáticas, por muy precisas que éstas sean. Ha de buscarse, en cambio, la idea que subyace tras lo observado, tras lo cambiante.

lunes, 19 de noviembre de 2007

Sin retorno (I)

Vivir es recorrer la senda de nuestra propia existencia. Mi camino es sinuoso y transcurre, las más de las veces, por terrenos baldíos, inertes. Mi realidad es lo que yo percibo y lo que yo creo usando mi imaginación: mi mundo en ruinas poblado por hadas nocturnas y melancólicas. Mi realidad es subjetiva, es el fruto de mi experiencia. Lo que sé acerca del «mundo real» es que éste es tan solo una idea, un concepto hospedado en mi mente.

Mi visión del mundo tiene mucho que ver con la que experimentó ese prisionero que huyó de la caverna; aquel individuo que, junto con sus compañeros de presidio, sólo podía observar las sombras que el fuego proyectaba en la pared. Eso era todo lo que observaba: un teatro de sombras chinescas; agradable espectáculo. Pero ocurrió —quién sabe por qué— que en su cabeza se engendró la duda acerca de si lo que observaba era real. A partir de ahí, comenzó su lucha, su camino hacia la sabiduría, su infinita pugna contra el convencionalismo.

Mi camino comienza al atardecer; si el prisionero tenía que luchar contra la luz del sol en su viaje hacia la verdad, ¿por qué no prescindir de esa dificultad innecesaria? La oscuridad del crepúsculo me facilita enormemente la tarea de apreciación de la realidad. La noche se abre camino en el firmamento y la claridad del día se desvanece. Al mismo tiempo, mis pupilas se adaptan a la oscuridad, permitiéndome apreciar todos los matices de negro existentes, más de los que uno se puede imaginar. Es ese color maldito, atribuido siempre a lo trágico y a lo funesto, el que ahora perfila ese mundo de ideas desconocidas, esa realidad, esa verdad en estado puro.

lunes, 12 de noviembre de 2007

Sin tregua

La última guerra acaba de estallar. Última porque ya no vendrá otra; ésta no tendrá fin. ¡Sálvese quién pueda! Ha ocurrido porque el ambiente era irrespirable, de crispación constante: el conflicto era inminente. El mundo entero estaba agitado, caliente, enervado, rabioso. El último reducto de paz en la Tierra desapareció, desintegrándose en medio de la tormenta.

Ya no hay esperanza. Carece de sentido plantearse qué hacer en el futuro. Viviremos, de ahora en adelante, cada día como si fuera el último de nuestras vidas. En realidad, podría tratarse éste del último día de nuestras vidas. Aún cuando reina la calma —aparente, por supuesto— la preocupación se respira en el aire, pues en cualquier momento puede aparecer la bala, la flecha o el rayo que nos fulmine.

Los únicos buenos momentos que toca vivir ahora son los proporcionados por la satisfacción de abatir al enemigo, de causarle una baja más, de saquear sus propiedades y de conquistar su territorio. Es una alegría pasajera, pues todo eso así obtenido se desvanecerá rápidamente. Nada permanece en su sitio. Es el caos.

Tan solo cabe esperar, sin prisas, por la única cosa de la que tenemos certeza absoluta de que va a ocurrir: nuestra propia muerte. No buscamos la muerte biológica, sino la extinción de nuestra propia alma. Buscamos alcanzar el nirvana, reiniciar el ciclo; para renacer como una nueva humanidad, mejorada y superior.