Pensamientos de un Aventurero Cósmico.

lunes, 22 de diciembre de 2008

Vía Nocturna

Deep in the wood, in the dark, there's a way
Follow this path and you'll meet a strange crowd
(Therion — Via Nocturna)

Somos extrañas personas, aves nocturnas; que nos congregamos en insólitos lugares, envueltos por una atmósfera de clandestinidad. Ahí elucubramos nuestras ideas disidentes; por un mundo mejor, más auténtico y humano.

Creemos en el amor.

Nuestros rituales son amor. Son deseos puros y sinceros de amar a las personas. De amarnos entre nosotros. De amar a los que nos siguen, a los que nos hacen caso. De amar, incluso, a los que nos ignoran. De amar, sobre todo, a los que nos repudian, nos detestan y nos odian. Todos ellos sustentan nuestra sociedad secreta. Alimentan nuestro fuego con su aprobación o con su repulsa. Y nosotros les damos calor a todos ellos con nuestra llama enfurecida.

Alrededor de esta hoguera de pasión danzamos alegres, risueños, felices. Nos sentimos más vivos que nunca.

Nuestros rituales son extraños, inusuales. Citamos a dioses prohibidos. Les rendimos culto con ferviente devoción. Adoramos a nuestra divinidad interior.

Nosotros somos esos dioses.


sábado, 6 de diciembre de 2008

Désenchantée

Has escrito mil líneas en mi diario. Ahora esas líneas lloran por tu ausencia y gritan al sentirse abandonadas, sucias, mentirosas.
Será que nos hacemos viejos. Será que con el tiempo uno gana experiencia y los misterios de la vida dejan de serlo. Ya nada nos sorprende. Será que te veo venir y ya sé lo que quieres lo que me vas a decir y yo ya sé qué respuesta darte. Será que se ha muerto algo dentro de mí, algo que antaño me hacía vibrar de pasión. Ahora no. Ahora es como una roca; al menos pesa como tal dentro de mi pecho. Será que todo ha perdido su encanto, al menos para mí.

Creo que algo he hecho mal, que cometí un error. En su día fue una solución realmente eficaz para superar mis penas, para aliviar mis tormentos. Para superar el que te hubieras ido. Sí, funcionó. Alimenté a mi ego, haciéndolo crecer hasta que se convirtiese en una bestia despiadada y sanguinaria. Fue él quien luego me enseñó a odiarte, a menospreciarte. Tal vez era lo que te merecías, pero eso no importa ahora.

Sentía su furia en mi interior, quemándolo todo: quemándome. Aprendí demasiadas cosas de él. En realidad fue él quien se afanó en enseñarme toda esa basura, toda esa ideología del odio y del rencor. Dejé de sufrir. Dejé de sentir.

No tardé en darme cuenta de que mi ego me tenía dominado. Estaba perdido. Era él quien gobernaba todo mi ser, obligándome a desconfiar siempre, prohibiéndome tocar el suave terciopelo rojo que viste a la Pasión. Vendaba mis ojos cada vez que yo quería ver algún paisaje hermoso o contemplar fascinado el atardecer. Sellaba mis oídos para que ninguna canción pudiese emocionarme. Congestionaba mi olfato para que jamás me deleitase con el perfume de una flor. Me tenía a su merced.

No sabía ya cómo liberarme de ese presidio. Siempre que intentaba algo, a escondidas, actuando por sorpresa y dejándome llevar; no tardaba en venir raudo a recriminarme mi falta de sensatez. Todo lo tasaba así: por su sensatez, por su cordura. Era esa su unidad de medida para todo. Y yo quería, inconscientemente, hacer locuras. Locuras como las que hice antaño, cuando era libre. Locuras como las que algún día haré, alegre y satisfecho.

Sin embargo, algo he descubierto hace poco: he dado con su debilidad. Sí, ese ser tan rígido e implacable que me domina tiene un interesante punto débil. El otro día le conté un chiste y no sólo no se rió; sentí cómo se enojaba, como se retorcía de dolor, como vomitaba sangre. Le hago víctima de mis bromas y veo como se debilita, aunque a mí también me duele. Pero algo es algo.

Reconfortado por mi hallazgo inspiro profundamente y noto el olor de las rosas. Su delicioso aroma evoca mil recuerdos apasionados. Puertas llenas de misterio se abren, cantos de sirena me seducen; voy hacia lo desconocido, otra vez.

viernes, 5 de diciembre de 2008

La muerte de la Estrella Roja (IV)

Colgué el teléfono y anoté la dirección que acababa de recibir en un pequeño trozo de papel. No era necesario anotarla en realidad; no era difícil de memorizar. Lo hice por costumbre. Ahora leía y releía la nota que tenía en mi mano. "Café París", así se llamaba el sitio en el que me iba a reunir. Café París, ese nombre de repente me trajo recuerdos.

La ruinosa y malherida ciudad de Levogrado conserva en su casco antiguo un local de otro tiempo, un café ya veterano y con solera que resistió como pudo el paso del tiempo y su corrosiva acción sobre las urbes muertas. Un cartel sobre su puerta, viejo y herrumbroso, anuncia su nombre: Café París. Su dueño lo fundó hace décadas, al volver a Levogrado después de vivir algunos años en la ciudad que le enamoró profundamente y que puso el nombre al local. Ahora eran sus dos hijos quienes regentaban el negocio.

Yo había estado allí en una ocasión, con Eléanor, antes de la guerra. Era un lugar confortable, bastante tranquilo y acogedor. Medio escondido entre calles flanqueadas por edificios históricos, el local destilaba cierto aire señorial, lleno de encanto y misterio; como si sus paredes, sus mesas y sus butacas tuvieran muchas historias que contar. Me impresionó bastante aquel café sin igual.

Ahora aquel sitio estaría seguramente muy cambiado. Posiblemente los hijos del dueño hicieran alguna reforma al local desde entonces. Tal vez durante la guerra presenció de cerca algún ataque, algún bombardeo; como mínimo algún disparo, alguna bala perdida que rompió algún cristal. Quizá sirviese de refugio para la resistencia, o como punto de referencia para encuentros confidenciales y furtivos entre espías, insurgentes, revolucionarios, altos cargos, ... ¿quién sabe? Podía imaginar cualquier cosa que dicha cosa podría haber sido cierta.

Me puse la chaqueta, cogí las llaves y salí de casa. Había quedado en ese lugar con algunas personas. Iban a proponerme algo interesante. Pero eso no procede contarlo ahora.