¿Qué es el tiempo? ¿Es real? ¿Existe, acaso?
El tiempo no es más que un artificio creado por el hombre para cuantificar de alguna forma la causalidad, la relación entre la causa y el efecto. El tiempo no existe, pues, más que en nuestro intelecto.
Si el tiempo no existe, entonces, ¿por qué tenemos horarios, fechas, aniversarios y plazos? ¿No son todas estas cosas falacias, dado que el concepto en el que se basan es irreal?
Es fácil afirmar que también todas esas imposiciones temporales son, en verdad, ilusorias. No obstante, dependemos de ellas ―de hecho, somos adictos― para poder realizar nuestras tareas. Dependemos de los horarios de autobuses, metros, trenes, aviones y barcos para desplazarnos, para viajar. Dependemos de las fechas y los aniversarios (¡vaya cosa!) para celebrar nuestros encuentros y fiestas. Dependemos de los días de la semana, de las horas y de los minutos para hacer nuestro trabajo. «Ocho y dos ceros significa que todo el mundo tiene que parecer ocupado, diez coma treinta significa que puedes dejar de parecer ocupado durante quince minutos, diez cuarenta y cinco: ocupado otra vez»; así lo narraban en la película "Los dioses deben estar locos". La cuestión es la siguiente: ¿es realmente necesario todo esto?
Posiblemente sea una locura abolir los horarios y los calendarios para, tal vez, recurrir a quién sabe qué sistema para coordinarnos. En la Edad Media se empleaban los campanarios de las iglesias para anunciar «las horas» y, por consiguiente, las diferentes tareas que debían llevarse a cabo en cada momento. Por aquel entonces estaba bien un sistema tan rudimentario, pero a día de hoy es claramente ineficaz, pues la diversidad de actividades y de situaciones que tienen lugar en la vida de cada persona exigen una granularidad más fina y una precisión mayor en el cómputo del tiempo. Es nuestro estilo de vida actual, el que hemos elegido, el que nos hace esclavos, en mayor o menor medida, del reloj.
Sin embargo, ciñéndonos a rajatabla al despótico sistema horario que gobierna, omnipresente, nuestras actividades, hemos perdido algo muy valioso; un sentimiento ya desconocido, una magnitud por el progreso olvidada: la calidad del momento. Cada momento o periodo de tiempo posee una calidad, una propensión para favorecer o no un determinado acontecimiento. Cuando hablaba, al principio, de la relación entre causa y efecto, señalaba la necesidad de cuantificar de alguna forma la relación entre ambos. Cada principio lleva dentro su propio fin, al igual que una semilla lleva dentro de sí a la planta entera. El momento en el que tiene lugar la causa es muy relevante para la exitosa consecución de su efecto; de ahí la importancia de elegir un momento adecuado para provocar esa causa. Es por eso por lo que la gente solía, antaño, darle bastante importancia al hecho de emprender una acción en el momento oportuno.
Cabe, a raíz de este planteamiento, preguntarse si tiene el mismo valor un segundo que otro, aquí o allá. No todos los segundos, todos los minutos, todas las horas valen lo mismo. No es igual de valiosa una determinada hora para llevar a cabo una actividad u otra. Algunas horas son mejores para descansar; otras para trabajar, meditar o alimentarse; en ciertos momentos del día estamos más lúcidos para pensar y en otros lo adecuado es el trabajo físico. Son muchos los factores que condicionan estas decisiones. Son innumerables los elementos externos que influyen en la calidad de nuestros momentos. Por eso es conveniente despertar de ese letargo secular a ese sentimiento perdido y desconocido; aunque esto es algo que requiere mucho entrenamiento.
El tiempo no es más que un artificio creado por el hombre para cuantificar de alguna forma la causalidad, la relación entre la causa y el efecto. El tiempo no existe, pues, más que en nuestro intelecto.
Si el tiempo no existe, entonces, ¿por qué tenemos horarios, fechas, aniversarios y plazos? ¿No son todas estas cosas falacias, dado que el concepto en el que se basan es irreal?
Es fácil afirmar que también todas esas imposiciones temporales son, en verdad, ilusorias. No obstante, dependemos de ellas ―de hecho, somos adictos― para poder realizar nuestras tareas. Dependemos de los horarios de autobuses, metros, trenes, aviones y barcos para desplazarnos, para viajar. Dependemos de las fechas y los aniversarios (¡vaya cosa!) para celebrar nuestros encuentros y fiestas. Dependemos de los días de la semana, de las horas y de los minutos para hacer nuestro trabajo. «Ocho y dos ceros significa que todo el mundo tiene que parecer ocupado, diez coma treinta significa que puedes dejar de parecer ocupado durante quince minutos, diez cuarenta y cinco: ocupado otra vez»; así lo narraban en la película "Los dioses deben estar locos". La cuestión es la siguiente: ¿es realmente necesario todo esto?
Posiblemente sea una locura abolir los horarios y los calendarios para, tal vez, recurrir a quién sabe qué sistema para coordinarnos. En la Edad Media se empleaban los campanarios de las iglesias para anunciar «las horas» y, por consiguiente, las diferentes tareas que debían llevarse a cabo en cada momento. Por aquel entonces estaba bien un sistema tan rudimentario, pero a día de hoy es claramente ineficaz, pues la diversidad de actividades y de situaciones que tienen lugar en la vida de cada persona exigen una granularidad más fina y una precisión mayor en el cómputo del tiempo. Es nuestro estilo de vida actual, el que hemos elegido, el que nos hace esclavos, en mayor o menor medida, del reloj.
Sin embargo, ciñéndonos a rajatabla al despótico sistema horario que gobierna, omnipresente, nuestras actividades, hemos perdido algo muy valioso; un sentimiento ya desconocido, una magnitud por el progreso olvidada: la calidad del momento. Cada momento o periodo de tiempo posee una calidad, una propensión para favorecer o no un determinado acontecimiento. Cuando hablaba, al principio, de la relación entre causa y efecto, señalaba la necesidad de cuantificar de alguna forma la relación entre ambos. Cada principio lleva dentro su propio fin, al igual que una semilla lleva dentro de sí a la planta entera. El momento en el que tiene lugar la causa es muy relevante para la exitosa consecución de su efecto; de ahí la importancia de elegir un momento adecuado para provocar esa causa. Es por eso por lo que la gente solía, antaño, darle bastante importancia al hecho de emprender una acción en el momento oportuno.
Cabe, a raíz de este planteamiento, preguntarse si tiene el mismo valor un segundo que otro, aquí o allá. No todos los segundos, todos los minutos, todas las horas valen lo mismo. No es igual de valiosa una determinada hora para llevar a cabo una actividad u otra. Algunas horas son mejores para descansar; otras para trabajar, meditar o alimentarse; en ciertos momentos del día estamos más lúcidos para pensar y en otros lo adecuado es el trabajo físico. Son muchos los factores que condicionan estas decisiones. Son innumerables los elementos externos que influyen en la calidad de nuestros momentos. Por eso es conveniente despertar de ese letargo secular a ese sentimiento perdido y desconocido; aunque esto es algo que requiere mucho entrenamiento.
1 comentario:
el tiempo nos engaña con sus manecillas porque asi lo quiere nuestra percepcion. Y perdemos la calidad del momento porque perdemos nuestra propìa identidad a favor de la globalizacion.
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