Colgué el teléfono y anoté la dirección que acababa de recibir en un pequeño trozo de papel. No era necesario anotarla en realidad; no era difícil de memorizar. Lo hice por costumbre. Ahora leía y releía la nota que tenía en mi mano. "Café París", así se llamaba el sitio en el que me iba a reunir. Café París, ese nombre de repente me trajo recuerdos.
La ruinosa y malherida ciudad de Levogrado conserva en su casco antiguo un local de otro tiempo, un café ya veterano y con solera que resistió como pudo el paso del tiempo y su corrosiva acción sobre las urbes muertas. Un cartel sobre su puerta, viejo y herrumbroso, anuncia su nombre: Café París. Su dueño lo fundó hace décadas, al volver a Levogrado después de vivir algunos años en la ciudad que le enamoró profundamente y que puso el nombre al local. Ahora eran sus dos hijos quienes regentaban el negocio.
Yo había estado allí en una ocasión, con Eléanor, antes de la guerra. Era un lugar confortable, bastante tranquilo y acogedor. Medio escondido entre calles flanqueadas por edificios históricos, el local destilaba cierto aire señorial, lleno de encanto y misterio; como si sus paredes, sus mesas y sus butacas tuvieran muchas historias que contar. Me impresionó bastante aquel café sin igual.
Ahora aquel sitio estaría seguramente muy cambiado. Posiblemente los hijos del dueño hicieran alguna reforma al local desde entonces. Tal vez durante la guerra presenció de cerca algún ataque, algún bombardeo; como mínimo algún disparo, alguna bala perdida que rompió algún cristal. Quizá sirviese de refugio para la resistencia, o como punto de referencia para encuentros confidenciales y furtivos entre espías, insurgentes, revolucionarios, altos cargos, ... ¿quién sabe? Podía imaginar cualquier cosa que dicha cosa podría haber sido cierta.
Me puse la chaqueta, cogí las llaves y salí de casa. Había quedado en ese lugar con algunas personas. Iban a proponerme algo interesante. Pero eso no procede contarlo ahora.
La ruinosa y malherida ciudad de Levogrado conserva en su casco antiguo un local de otro tiempo, un café ya veterano y con solera que resistió como pudo el paso del tiempo y su corrosiva acción sobre las urbes muertas. Un cartel sobre su puerta, viejo y herrumbroso, anuncia su nombre: Café París. Su dueño lo fundó hace décadas, al volver a Levogrado después de vivir algunos años en la ciudad que le enamoró profundamente y que puso el nombre al local. Ahora eran sus dos hijos quienes regentaban el negocio.
Yo había estado allí en una ocasión, con Eléanor, antes de la guerra. Era un lugar confortable, bastante tranquilo y acogedor. Medio escondido entre calles flanqueadas por edificios históricos, el local destilaba cierto aire señorial, lleno de encanto y misterio; como si sus paredes, sus mesas y sus butacas tuvieran muchas historias que contar. Me impresionó bastante aquel café sin igual.
Ahora aquel sitio estaría seguramente muy cambiado. Posiblemente los hijos del dueño hicieran alguna reforma al local desde entonces. Tal vez durante la guerra presenció de cerca algún ataque, algún bombardeo; como mínimo algún disparo, alguna bala perdida que rompió algún cristal. Quizá sirviese de refugio para la resistencia, o como punto de referencia para encuentros confidenciales y furtivos entre espías, insurgentes, revolucionarios, altos cargos, ... ¿quién sabe? Podía imaginar cualquier cosa que dicha cosa podría haber sido cierta.
Me puse la chaqueta, cogí las llaves y salí de casa. Había quedado en ese lugar con algunas personas. Iban a proponerme algo interesante. Pero eso no procede contarlo ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario