Hoy, caminando, llegué a una zona que tenía casi olvidada en mi mente, en mi corazón. Cien mil recuerdos asaltaron de golpe mi cabeza, cargados de pasión y de ternura. ¡Oh, maldita melancolía!
Hacía muchos años que no pasaba por aquella zona, ahora decadente y angustiosa. Me acordé de su pasado en gloria, con añoranza, decepcionado por saber que jamás aquel sitio volvería a ser como antes.
Paseaba por las calles que años atrás rebosaban vida, con bulliciosa actividad comercial de día y alegre fiesta nocturna. Nada quedaba ahora salvo un sinfín de bajos cerrados, polvorientos y con carteles de venta o alquiler. Así llevaban ya un tiempo. Llegué también hasta los arenales a los que yo solía ir para ver el mar y pasear por la arena. Llovía; no quise caminar más por allí. Encontré una cafetería abierta y entré, con la ropa mojada y algo de frío. Clientes había pocos, y los pocos que allí permanecían parecían ya parte del mobiliario del local. El sitio, viejo y gastado, me pareció aún así confortable y acogedor; perdido en medio de ninguna parte.
Allí dentro pensé en todos esos sitios que había recorrido y que recordaba como algo maravilloso: ahora ya no. Ese pensamiento me entristeció. A punto estuve de derrumbarme, de derramar más de una lágrima amarga sobre aquel café, también amargo, que inconscientemente removía con la cucharilla.
Se me ocurrió entonces que aquello podría cambiar, que esa zona maldita de la ciudad podía recobrar la vida, el esplendor que tuvo antaño. Seguramente su resurgir no tendría nada que ver con lo que era: nueva gente, nuevos negocios adaptados a los tiempos que corren, nuevas sensaciones. Pero eso me gusta. Me gustaría ver florecer de nuevo esa zona que trae tantos recuerdos agradables. Me imaginé, entonces, calles luminosas y llenas de color, transitadas por sonrisas sinceras y niños jugando. Casi percibí el dulce aroma de apetitosos manjares vendidos a pie de calle. Volé, me transporté mentalmente a aquel lugar del futuro, queriendo ya estar allí.
Abrí entonces los ojos y respiré hondo. Sonreí. Me terminé mi café. Tenía que ponerme en contacto con alguien.
Hacía muchos años que no pasaba por aquella zona, ahora decadente y angustiosa. Me acordé de su pasado en gloria, con añoranza, decepcionado por saber que jamás aquel sitio volvería a ser como antes.
Paseaba por las calles que años atrás rebosaban vida, con bulliciosa actividad comercial de día y alegre fiesta nocturna. Nada quedaba ahora salvo un sinfín de bajos cerrados, polvorientos y con carteles de venta o alquiler. Así llevaban ya un tiempo. Llegué también hasta los arenales a los que yo solía ir para ver el mar y pasear por la arena. Llovía; no quise caminar más por allí. Encontré una cafetería abierta y entré, con la ropa mojada y algo de frío. Clientes había pocos, y los pocos que allí permanecían parecían ya parte del mobiliario del local. El sitio, viejo y gastado, me pareció aún así confortable y acogedor; perdido en medio de ninguna parte.
Allí dentro pensé en todos esos sitios que había recorrido y que recordaba como algo maravilloso: ahora ya no. Ese pensamiento me entristeció. A punto estuve de derrumbarme, de derramar más de una lágrima amarga sobre aquel café, también amargo, que inconscientemente removía con la cucharilla.
Se me ocurrió entonces que aquello podría cambiar, que esa zona maldita de la ciudad podía recobrar la vida, el esplendor que tuvo antaño. Seguramente su resurgir no tendría nada que ver con lo que era: nueva gente, nuevos negocios adaptados a los tiempos que corren, nuevas sensaciones. Pero eso me gusta. Me gustaría ver florecer de nuevo esa zona que trae tantos recuerdos agradables. Me imaginé, entonces, calles luminosas y llenas de color, transitadas por sonrisas sinceras y niños jugando. Casi percibí el dulce aroma de apetitosos manjares vendidos a pie de calle. Volé, me transporté mentalmente a aquel lugar del futuro, queriendo ya estar allí.
Abrí entonces los ojos y respiré hondo. Sonreí. Me terminé mi café. Tenía que ponerme en contacto con alguien.