El intelecto humano es un arma de doble filo. Cuando tenemos que solucionar un problema de índole técnica, el cerebro pronto se pone a cavilar y, con ayuda del conocimiento adquirido, ofrece una solución. Es maravilloso. También es magnífico todo el proceso creativo del que los humanos —unos más que otros— hacen gala. Formidable. Mas también ocurre que todo ese inmenso potencial se vuelve, a veces, contra la persona. Las causas pueden ser el miedo o la incerteza. Surge el temor en el individuo y éste, buscando protección, se escuda en lo primero que tiene a mano.
El miedo, ese inseparable y ancestral compañero del ser humano, desde siempre jugó un papel muy relevante en la supervivencia. Cuando aún el hombre vivía en las cavernas, era el miedo el que emergía ante el peligro inminente —el del posible ataque de un animal salvaje, por ejemplo—, persuadiendo al individuo de que lo mejor en esa situación sería escapar y ponerse a salvo. Con el progreso y con la creación de sociedades cada vez más complejas, ese miedo primordial comenzó a perder importancia; era posible, en grupo, defenderse del ataque, eliminar el peligro. Sin embargo, aún pese al avance, no se consiguió erradicar ese miedo; han surgido nuevos temores de una base puramente intelectual. Miedo a la soledad, miedo a lo inexplicable, miedo a lo impredecible, miedo a la muerte; el enemigo dejó de ser inminente e instantáneo para convertirse en algo latente e incierto. La duda eterna.
Surge, entonces, la necesidad de cubrir ese vacío generado por la capacidad intelectual; de ello depende alcanzar la felicidad, mitigar la tristeza y el desconsuelo propios de la incertidumbre. Cuestiones como la existencia de una vida después de la muerte hacen temblar al más valiente de los hombres, haciendo que en su lecho mortal se rebaje éste a la calidad de indefensa criatura a merced de la dama de negro. ¿Y si no hubiese nada después? Queremos creer que no es así. Tranquilos, la religión está aquí para desmentirlo, para prometernos un paraíso, para salvar nuestras almas. Queremos creer, deseamos creer.
Obtenemos así protección ante nuestro enemigo invisible; alguien subido a un altar nos dice que es así. «Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.» La salvación está ahí, y se alcanza obrando conforme a una serie de reglas o mandamientos. Hay que tener fe.
Tener fe es necesario pero ya no suficiente. Se nos exige también devoción, entrega; morir por la causa, si es necesario. Las religiones organizadas van más allá del simple ejercicio espiritual. Para nada se trata de servir de guía a la gente de a pie; se trata, más bien, de dominar a toda esa gente. Una multitud al servicio de unos pocos; unos pocos sedientos de poder. ¡Hasta con toda desfachatez nos llaman corderos, borregos! Nos dicen en qué creer y qué hacer; nos dan órdenes. Para nada se tiene en cuenta nuestro criterio u opinión.
La imposición de credo es siempre alienante, es más, se utiliza como medio para la subversión de las masas. Lo que viene después es siempre un ejercicio abyecto del poder. Quien tiene poder ansía tener más poder. Obtienen la entrega de millones de adeptos, de millones de vidas que se sienten miserables en mayor o menor medida. A cambio les ofrecen la salvación de sus almas, contrapartida que ni siquiera ellos tendrán que abonar.
El miedo, ese inseparable y ancestral compañero del ser humano, desde siempre jugó un papel muy relevante en la supervivencia. Cuando aún el hombre vivía en las cavernas, era el miedo el que emergía ante el peligro inminente —el del posible ataque de un animal salvaje, por ejemplo—, persuadiendo al individuo de que lo mejor en esa situación sería escapar y ponerse a salvo. Con el progreso y con la creación de sociedades cada vez más complejas, ese miedo primordial comenzó a perder importancia; era posible, en grupo, defenderse del ataque, eliminar el peligro. Sin embargo, aún pese al avance, no se consiguió erradicar ese miedo; han surgido nuevos temores de una base puramente intelectual. Miedo a la soledad, miedo a lo inexplicable, miedo a lo impredecible, miedo a la muerte; el enemigo dejó de ser inminente e instantáneo para convertirse en algo latente e incierto. La duda eterna.
Surge, entonces, la necesidad de cubrir ese vacío generado por la capacidad intelectual; de ello depende alcanzar la felicidad, mitigar la tristeza y el desconsuelo propios de la incertidumbre. Cuestiones como la existencia de una vida después de la muerte hacen temblar al más valiente de los hombres, haciendo que en su lecho mortal se rebaje éste a la calidad de indefensa criatura a merced de la dama de negro. ¿Y si no hubiese nada después? Queremos creer que no es así. Tranquilos, la religión está aquí para desmentirlo, para prometernos un paraíso, para salvar nuestras almas. Queremos creer, deseamos creer.
Obtenemos así protección ante nuestro enemigo invisible; alguien subido a un altar nos dice que es así. «Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.» La salvación está ahí, y se alcanza obrando conforme a una serie de reglas o mandamientos. Hay que tener fe.
Tener fe es necesario pero ya no suficiente. Se nos exige también devoción, entrega; morir por la causa, si es necesario. Las religiones organizadas van más allá del simple ejercicio espiritual. Para nada se trata de servir de guía a la gente de a pie; se trata, más bien, de dominar a toda esa gente. Una multitud al servicio de unos pocos; unos pocos sedientos de poder. ¡Hasta con toda desfachatez nos llaman corderos, borregos! Nos dicen en qué creer y qué hacer; nos dan órdenes. Para nada se tiene en cuenta nuestro criterio u opinión.
La imposición de credo es siempre alienante, es más, se utiliza como medio para la subversión de las masas. Lo que viene después es siempre un ejercicio abyecto del poder. Quien tiene poder ansía tener más poder. Obtienen la entrega de millones de adeptos, de millones de vidas que se sienten miserables en mayor o menor medida. A cambio les ofrecen la salvación de sus almas, contrapartida que ni siquiera ellos tendrán que abonar.
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