Nosotros —un «nosotros» diluido en el olvido— llegamos a comprenderte aquel día. Sin embargo, hoy lo que prevalece es la indolencia.
Existe la creencia de que en el lúcido momento que precede a la defunción a uno se le pasa por delante toda la vida en cuestión de décimas de segundo, a cámara rápida. Se ve, en ese trágico momento, lo que ha marcado su vida, lo que tuvo especial significado, lo memorable.
Tal vez se pueda condensar la vida entera de una persona en un intervalo de tiempo tan minúsculo. Tal vez sean muy escasos esos fugaces momentos de dicha en la vida, terriblemente aislados por eternidades de tedio. Tal vez hayan sido más frecuentes esos mágicos momentos pero no se han disfrutado conscientemente. Tal vez nos hemos dado demasiada prisa en vivirlos, consumiéndolos en tiempo récord y apreciándolos tan solo superficialmente.
Los álbumes de fotos que almacenamos, polvorientos, en nuestras moradas testifican a nuestro favor, alegando que la nuestra ha sido una existencia rica en experiencias; una vida intensa. No estemos tan seguros; poco hemos sacado en limpio de nuestros viajes, de nuestros encuentros o de nuestra propio recorrido en la vida. Ansiamos llegar prontamente al destino, sin pararnos ni siquiera a tomar un café calentito para reponer fuerzas. Queremos alcanzar ese destino para, a continuación, marcar otro punto como destino y sin dilación partir hasta ese otro punto. Se olvida lo andado, se obvia el lugar actual: tan sólo unas coordenadas, ningún significado. Nos movemos a toda prisa de un lugar a otro, sin disfrutar de la vida en ninguno de los sitios visitados. Conocemos a un montón de personas, pero ni celebramos su compañía ni compartimos sus inquietudes. Lo único que nos queda, al final, es ese conjunto de fotografías, borrosas y descoloridas, que nos recordarán que nosotros sólo estábamos detrás del objetivo y no delante. Espectadores de la vida fuimos.
Y en la hora de nuestra muerte seguimos siendo espectadores, atentos al resumen de nuestra propia existencia: aquel día memorable en el patio del colegio, el primer beso en la boca, la excursión con los colegas, el acto de graduación, etc. Familiares, amigos, vecinos, compañeros; todos entran en escena, pero al otro lado del cristal de nuestros ojos, sin sentirlo en nuestro interior, porque en verdad esa sensación es muy desconocida. Y todo se esfuma rápidamente, con el último aliento; todo se hiela y desvanece, a la par que el torrente furioso de nuestra sangre se calma, volviéndose apagado y tibio.
Tal vez se pueda condensar la vida entera de una persona en un intervalo de tiempo tan minúsculo. Tal vez sean muy escasos esos fugaces momentos de dicha en la vida, terriblemente aislados por eternidades de tedio. Tal vez hayan sido más frecuentes esos mágicos momentos pero no se han disfrutado conscientemente. Tal vez nos hemos dado demasiada prisa en vivirlos, consumiéndolos en tiempo récord y apreciándolos tan solo superficialmente.
Los álbumes de fotos que almacenamos, polvorientos, en nuestras moradas testifican a nuestro favor, alegando que la nuestra ha sido una existencia rica en experiencias; una vida intensa. No estemos tan seguros; poco hemos sacado en limpio de nuestros viajes, de nuestros encuentros o de nuestra propio recorrido en la vida. Ansiamos llegar prontamente al destino, sin pararnos ni siquiera a tomar un café calentito para reponer fuerzas. Queremos alcanzar ese destino para, a continuación, marcar otro punto como destino y sin dilación partir hasta ese otro punto. Se olvida lo andado, se obvia el lugar actual: tan sólo unas coordenadas, ningún significado. Nos movemos a toda prisa de un lugar a otro, sin disfrutar de la vida en ninguno de los sitios visitados. Conocemos a un montón de personas, pero ni celebramos su compañía ni compartimos sus inquietudes. Lo único que nos queda, al final, es ese conjunto de fotografías, borrosas y descoloridas, que nos recordarán que nosotros sólo estábamos detrás del objetivo y no delante. Espectadores de la vida fuimos.
Y en la hora de nuestra muerte seguimos siendo espectadores, atentos al resumen de nuestra propia existencia: aquel día memorable en el patio del colegio, el primer beso en la boca, la excursión con los colegas, el acto de graduación, etc. Familiares, amigos, vecinos, compañeros; todos entran en escena, pero al otro lado del cristal de nuestros ojos, sin sentirlo en nuestro interior, porque en verdad esa sensación es muy desconocida. Y todo se esfuma rápidamente, con el último aliento; todo se hiela y desvanece, a la par que el torrente furioso de nuestra sangre se calma, volviéndose apagado y tibio.
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