La verdad acerca de la corrupción que precede a una revolución impura y sanguinaria no siempre sale a la luz, sepultada por toneladas de rencor y cadáveres. Son, además, los vencedores de las batallas los que acaban escribiendo la historia a su manera y antojo, de modo que rara vez se expone con imparcialidad el porqué de un levantamiento.
Sin embargo, yo contaré aquí la historia del Zurdistán desde un punto de vista diferente, analizando las causas, mencionando también las malas artes de las que el invasor se ha servido para lograr su injusta victoria. Procedo, pues, con la exposición.
Debo decir, en primer lugar, que las masas son altamente sugestionables, aún cuando éstas disponen de un nivel de alfabetización adecuado y una cultura extensa y arraigada. Es siempre posible hacer mella en el espíritu de una nación; mutilar y humillar su idiosincrasia, demonizándola, ridiculizándola. Es posible lograrlo si se hace una adecuada suma de ataques mediáticos y culturales, imposiciones políticas y económicas y —si es necesario— actuaciones por la fuerza.
Zurdistán era una región próspera, con identidad propia. Sus gentes gozaban de un estatus envidiable, tal vez demasiado envidiable para los foráneos, todo hay que decirlo. Era evidente que se trataba de un suculento trozo de pastel para los avariciosos reyes y tiranos de regiones colindantes. Nada les importó a éstos intentar subyugar a las buenas gentes del Zurdistán. Muchos lo intentaron, y con proverbial coraje se luchó para impedir cada invasión. Muchas incursiones se han detenido con éxito, pero no sin el correspondiente e inevitable derrame de sangre. Se luchó siempre para defender los ideales más puros, los necesarios, los que dicen que bajo ningún concepto se debe claudicar y ceder a la dominación, a la colonización. Así se libraron muchas batallas, pequeñas todas, infructuosas para el invasor; pero una hubo que resultó ser definitiva y que, por desgracia, se resolvió en victoria para el ofensor y no para el ofendido. Es esta última batalla la que interesa analizar.
No fue una guerra sangrienta para nada; más bien hubo escasos enfrentamientos. Casi toda la acción ofensora se libró desde el plano ideológico y desde la distancia. Un proceso lento, pero efectivo.
Todo comenzó en el otoño de 1987, un soleado 26 de septiembre. Llegaron a Levogrado unos emisarios en nombre de un rey de un país lejano (cuyo nombre prefiero omitir). Los diplomáticos se deshacían en halagos hacia las gentes que allí conocían, ofreciendo tantísimos regalos que fácilmente caían en simpatía. No obstante, al mismo tiempo que su augusta ofrenda se sucedía sin aparente decadencia, obraban también falsamente y a escondidas entre los habitantes del Zurdistán. Difundían falsos rumores, descalificaban y calumniaban a sus soberanos, ocasionaban algún pequeño tumulto entre las gentes; sembraban así la semilla de la discordia.
Las alarmas saltaron en las cortes del Zurdistán y las relaciones con ese infame reino se cerraron al instante. No obstante, ya comenzaban a producirse algunos levantamientos en contra de los mandatarios. Levogrado se fue transformando en una ciudad cada vez más insegura en la que tenían lugar tumultos cada vez con mayor frecuencia.
Comenzaron entonces los ataques, ya a finales del año 1989. El avaricioso rey de ese maldito reino causante de la invasión ordenaba pequeños asaltos para hacer crecer el descontento y la crispación entre las gentes del Zurdistán. Eso sin duda era molesto, pero lo realmente efectivo para su causa fue la maniobra de imposición cultural y económica que desde el principio se puso en práctica y que justo antes del ataque final se endureció sobremanera.
Finalmente, y como ya es conocido, Levogrado cayó el 1 de enero de 1990. La invasión fue paulatinamente avanzando hasta hacerse con el control de todo el Zurdistán.
Sin embargo, yo contaré aquí la historia del Zurdistán desde un punto de vista diferente, analizando las causas, mencionando también las malas artes de las que el invasor se ha servido para lograr su injusta victoria. Procedo, pues, con la exposición.
Debo decir, en primer lugar, que las masas son altamente sugestionables, aún cuando éstas disponen de un nivel de alfabetización adecuado y una cultura extensa y arraigada. Es siempre posible hacer mella en el espíritu de una nación; mutilar y humillar su idiosincrasia, demonizándola, ridiculizándola. Es posible lograrlo si se hace una adecuada suma de ataques mediáticos y culturales, imposiciones políticas y económicas y —si es necesario— actuaciones por la fuerza.
Zurdistán era una región próspera, con identidad propia. Sus gentes gozaban de un estatus envidiable, tal vez demasiado envidiable para los foráneos, todo hay que decirlo. Era evidente que se trataba de un suculento trozo de pastel para los avariciosos reyes y tiranos de regiones colindantes. Nada les importó a éstos intentar subyugar a las buenas gentes del Zurdistán. Muchos lo intentaron, y con proverbial coraje se luchó para impedir cada invasión. Muchas incursiones se han detenido con éxito, pero no sin el correspondiente e inevitable derrame de sangre. Se luchó siempre para defender los ideales más puros, los necesarios, los que dicen que bajo ningún concepto se debe claudicar y ceder a la dominación, a la colonización. Así se libraron muchas batallas, pequeñas todas, infructuosas para el invasor; pero una hubo que resultó ser definitiva y que, por desgracia, se resolvió en victoria para el ofensor y no para el ofendido. Es esta última batalla la que interesa analizar.
No fue una guerra sangrienta para nada; más bien hubo escasos enfrentamientos. Casi toda la acción ofensora se libró desde el plano ideológico y desde la distancia. Un proceso lento, pero efectivo.
Todo comenzó en el otoño de 1987, un soleado 26 de septiembre. Llegaron a Levogrado unos emisarios en nombre de un rey de un país lejano (cuyo nombre prefiero omitir). Los diplomáticos se deshacían en halagos hacia las gentes que allí conocían, ofreciendo tantísimos regalos que fácilmente caían en simpatía. No obstante, al mismo tiempo que su augusta ofrenda se sucedía sin aparente decadencia, obraban también falsamente y a escondidas entre los habitantes del Zurdistán. Difundían falsos rumores, descalificaban y calumniaban a sus soberanos, ocasionaban algún pequeño tumulto entre las gentes; sembraban así la semilla de la discordia.
Las alarmas saltaron en las cortes del Zurdistán y las relaciones con ese infame reino se cerraron al instante. No obstante, ya comenzaban a producirse algunos levantamientos en contra de los mandatarios. Levogrado se fue transformando en una ciudad cada vez más insegura en la que tenían lugar tumultos cada vez con mayor frecuencia.
Comenzaron entonces los ataques, ya a finales del año 1989. El avaricioso rey de ese maldito reino causante de la invasión ordenaba pequeños asaltos para hacer crecer el descontento y la crispación entre las gentes del Zurdistán. Eso sin duda era molesto, pero lo realmente efectivo para su causa fue la maniobra de imposición cultural y económica que desde el principio se puso en práctica y que justo antes del ataque final se endureció sobremanera.
Finalmente, y como ya es conocido, Levogrado cayó el 1 de enero de 1990. La invasión fue paulatinamente avanzando hasta hacerse con el control de todo el Zurdistán.