Menos es nada. Es un granito de arena en una montaña, la gota de lluvia ínfima y diminuta que junto a un millón de compañeras alimenta al río y da vida a las cosechas.
Pensamientos de un Aventurero Cósmico.
martes, 25 de noviembre de 2008
lunes, 17 de noviembre de 2008
En movimiento
Arrástrame a un mundo de pasiones prohibidas. Envuélveme en un romance secreto y furtivo.
Es esa sensación de movimiento. El placer que provoca moverse hacia los lugares en los que queremos estar, donde creemos que se halla la acción. Vamos devorando kilómetros con nuestros rugientes motores por carreteras bañadas en miel al atardecer, con el bucólico y encantador paisaje costero de fondo, allá a lo lejos. Un sol de oro puro juguetea burlón saltando por los espejos retrovisores y disparándonos brillantes destellos de luz dorada; tras cada curva aparece o deja de brillar. Es algo idílico.
Hemos elegido estar en constante movimiento, sin llegar a establecernos definitivamente en ningún lugar. Nómadas de nuestros tiempos. Es difícil explicarlo, imposible de justificar. Todo esto forma parte de nuestro misterio, de nuestra causa sagrada. No puede entenderse, sólo sentirse.
Habrá siempre alguien que diga que nuestro incesante tránsito es una maniobra de huida perpetua, una escapatoria de la sociedad y de la responsabilidad. Nada más lejos de la realidad. No somos fugitivos. No renegamos de nada. Ni siquiera tenemos ese motivo por el que tener que huir para siempre y de todo lugar. ¡Eso es absurdo!
No, nuestra existencia tiene una razón de ser muy bien definida y clara. Lo hacemos porque queremos, porque así entendemos la vida y porque ésta es, en realidad, continuo cambio y adaptación. Nosotros nos adaptamos, nos movemos con ese cambio. Preservamos lo que es preservable y nos despedimos definitivamente de lo caduco, de lo que no puede seguir coexistiendo con nosotros.
Y, paradójicamente, así alcanzamos la mayor estabilidad y consolidación de las cosas que verdaderamente importan. Una amistad verdadera lo es para siempre, porque desde un principio aceptamos la naturaleza cambiante de las personas implicadas. Cambian las personas y cambian también sus necesidades. Se mantiene el vínculo porque éste se basa en el respeto y en la aceptación, nunca en imponer o restringir. Un romance nace como una de esas fluctuaciones y deviene ocasionalmente en algo más serio, cuando el respeto y el entendimiento mútuo alcanzan la madurez necesaria. En cualquier caso, vivir la vida con la intensidad que se merece es un precepto común, de obligada aceptación y cumplimiento por parte de todos nosotros.
La vida es cambio, movimiento. Nosotros entendemos el movimiento como algo natural y necesario. Por eso estamos siempre moviéndonos. Carreteras que serpentean entre la oscuridad de la noche, descubiertas por la luz de nuestros faros. Sosegada travesía a través de yermos baldíos, inertes, indiferentes. Se recorren sin prisa, en ausencia del corrosivo anhelo de querer llegar a una meta. Disfrutamos del trayecto. Descansamos cuando es el momento de descansar, cuando la vida exige una parada en el camino. Contemplamos el rosado amanecer en el horizonte, moviéndonos entre llorosos paisajes de un verde apagado. Reponemos fuerzas con suculentos pero frugales manjares, saciando nuestro apetito, pero también disfrutando de su sabor intenso. Es esa sensación de movimiento: difícil de explicar, imposible de justificar; sólo puede ser vivida, disfrutada con alegría, apasionadamente.
Hemos elegido estar en constante movimiento, sin llegar a establecernos definitivamente en ningún lugar. Nómadas de nuestros tiempos. Es difícil explicarlo, imposible de justificar. Todo esto forma parte de nuestro misterio, de nuestra causa sagrada. No puede entenderse, sólo sentirse.
Habrá siempre alguien que diga que nuestro incesante tránsito es una maniobra de huida perpetua, una escapatoria de la sociedad y de la responsabilidad. Nada más lejos de la realidad. No somos fugitivos. No renegamos de nada. Ni siquiera tenemos ese motivo por el que tener que huir para siempre y de todo lugar. ¡Eso es absurdo!
No, nuestra existencia tiene una razón de ser muy bien definida y clara. Lo hacemos porque queremos, porque así entendemos la vida y porque ésta es, en realidad, continuo cambio y adaptación. Nosotros nos adaptamos, nos movemos con ese cambio. Preservamos lo que es preservable y nos despedimos definitivamente de lo caduco, de lo que no puede seguir coexistiendo con nosotros.
Y, paradójicamente, así alcanzamos la mayor estabilidad y consolidación de las cosas que verdaderamente importan. Una amistad verdadera lo es para siempre, porque desde un principio aceptamos la naturaleza cambiante de las personas implicadas. Cambian las personas y cambian también sus necesidades. Se mantiene el vínculo porque éste se basa en el respeto y en la aceptación, nunca en imponer o restringir. Un romance nace como una de esas fluctuaciones y deviene ocasionalmente en algo más serio, cuando el respeto y el entendimiento mútuo alcanzan la madurez necesaria. En cualquier caso, vivir la vida con la intensidad que se merece es un precepto común, de obligada aceptación y cumplimiento por parte de todos nosotros.
La vida es cambio, movimiento. Nosotros entendemos el movimiento como algo natural y necesario. Por eso estamos siempre moviéndonos. Carreteras que serpentean entre la oscuridad de la noche, descubiertas por la luz de nuestros faros. Sosegada travesía a través de yermos baldíos, inertes, indiferentes. Se recorren sin prisa, en ausencia del corrosivo anhelo de querer llegar a una meta. Disfrutamos del trayecto. Descansamos cuando es el momento de descansar, cuando la vida exige una parada en el camino. Contemplamos el rosado amanecer en el horizonte, moviéndonos entre llorosos paisajes de un verde apagado. Reponemos fuerzas con suculentos pero frugales manjares, saciando nuestro apetito, pero también disfrutando de su sabor intenso. Es esa sensación de movimiento: difícil de explicar, imposible de justificar; sólo puede ser vivida, disfrutada con alegría, apasionadamente.
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estilo de vida
martes, 11 de noviembre de 2008
Krieger
Krieger wie wir
Besiegen die Welt und verlier'n
(And One ― Krieger)
—¡Guerra!—, exclamaron generales de todas las naciones. Efectivamente, había estallado la guerra, el conflicto bélico inminente e inevitable eclosionaba por fin. No podía ser de otra forma; no en este mundo, no en esta vida. Guerreros somos, guerreros nacemos. Somos luchadores natos, es nuestra razón de ser. La vida es guerra y es la guerra lo que le da sentido a la vida. La lucha, la contienda.
Por ello es preciso cultivarse en el hermoso y noble arte de la guerra. ¡Siempre en guardia! Es nuestro deber y nuestra misión desarrollar una actitud marcial, para estar siempre atentos a cualquier ofensa y a cualquier oportunidad de ataque. Atención permanente; siempre ha de haber un par de ojos abiertos, un centinela que vele por nuestra seguridad.
¿Y por qué se lucha? Por la vida, por la propia existencia, tratando de que ésta se perpetúe por los siglos de los siglos. La guerra se origina como desafío de la vida a la propia vida y por la propia vida. Desde que se nace uno lucha contra las amenazas a su frágil vida, recién expuesta a un mundo frío, cruel y amenazante. Crece el individuo envuelto en disputas diversas, queriendo hacerse camino entre la gente que trata de aplastarle, luchando por su trocito de cielo. El reconocimiento personal se conquista. La subsistencia es una lucha constante. La procreación es también un severo conflicto bélico: la historia la escriben los vencedores y la historia evolutiva no está exenta de dicha suerte. Por ende, guerreros somos y nuestra batalla es nuestra propia vida.
Pero ríos de sangre corrieron veloces por la tierra, trazando sus angustiosos meandros entre montañas de cadáveres. La lucha de los guerreros, injustamente comandada por sanguinarios generales, devino en holocausto. La muerte de muchos por la ambición desmesurada de unos pocos. Todo por transformar el conflicto natural en una cuestión personal de adquisición de poder. Delirios de grandeza; liderazgo sin amor al liderado, sin respeto, sin devoción, sin consideración, sin gratitud.
Nuestra condición de luchadores natos, de guerreros fieles a nuestra causa, no pretende dirigirnos hacia nuestra propia aniquilación. No es su fin el de enfrentarnos. No quiere tan siquiera compararnos, decidiendo quién es mejor. Somos diferentes y luchamos por mantener nuestra diversidad, por tejer un tapiz histórico variado y colorista. Nuestra lucha es constructiva, no destructiva. Es hora ya de destituir a los viejos generales de la guerra cruda y mortífera para coronar a los príncipes de la nueva causa, unificada y diversa. ¡Que éstos elijan a los nuevos generales de la paz y de la concordia!
Seguiremos cultivándonos en el hermoso y noble arte de la guerra, por supuesto. Lo haremos mejor que nunca, para evitar el derramamiento de sangre innecesario e injustificado. Con suma elegancia y perfecto sincronismo se resuelve la contienda, sin ambigüedades ni malentendidos acerca del vencedor: ambos, en realidad. Toda agresión se purifica y renace convertida en algo bello, constructivo.
Y, sí, conquistaremos el mundo. Lo llenaremos de cosas bellas, resultantes de la transformación purificadora: nuestra lucha. Los ríos de sangre se secarán y las montañas de cadáveres desaparecerán, dando lugar a un nuevo paisaje de esperanzadoras vistas. Dominaremos a quien quiere dominar para su lucro egoísta, haciéndole ver que su perniciosa ambición carece totalmente de sentido. Así lucharemos. Y tras nuestra conquista maravillosa volveremos por fin al mundo que nos ha dado la vida para ser parte de él, en armonía, sintiendo con él, siendo él.
Por ello es preciso cultivarse en el hermoso y noble arte de la guerra. ¡Siempre en guardia! Es nuestro deber y nuestra misión desarrollar una actitud marcial, para estar siempre atentos a cualquier ofensa y a cualquier oportunidad de ataque. Atención permanente; siempre ha de haber un par de ojos abiertos, un centinela que vele por nuestra seguridad.
¿Y por qué se lucha? Por la vida, por la propia existencia, tratando de que ésta se perpetúe por los siglos de los siglos. La guerra se origina como desafío de la vida a la propia vida y por la propia vida. Desde que se nace uno lucha contra las amenazas a su frágil vida, recién expuesta a un mundo frío, cruel y amenazante. Crece el individuo envuelto en disputas diversas, queriendo hacerse camino entre la gente que trata de aplastarle, luchando por su trocito de cielo. El reconocimiento personal se conquista. La subsistencia es una lucha constante. La procreación es también un severo conflicto bélico: la historia la escriben los vencedores y la historia evolutiva no está exenta de dicha suerte. Por ende, guerreros somos y nuestra batalla es nuestra propia vida.
Pero ríos de sangre corrieron veloces por la tierra, trazando sus angustiosos meandros entre montañas de cadáveres. La lucha de los guerreros, injustamente comandada por sanguinarios generales, devino en holocausto. La muerte de muchos por la ambición desmesurada de unos pocos. Todo por transformar el conflicto natural en una cuestión personal de adquisición de poder. Delirios de grandeza; liderazgo sin amor al liderado, sin respeto, sin devoción, sin consideración, sin gratitud.
Nuestra condición de luchadores natos, de guerreros fieles a nuestra causa, no pretende dirigirnos hacia nuestra propia aniquilación. No es su fin el de enfrentarnos. No quiere tan siquiera compararnos, decidiendo quién es mejor. Somos diferentes y luchamos por mantener nuestra diversidad, por tejer un tapiz histórico variado y colorista. Nuestra lucha es constructiva, no destructiva. Es hora ya de destituir a los viejos generales de la guerra cruda y mortífera para coronar a los príncipes de la nueva causa, unificada y diversa. ¡Que éstos elijan a los nuevos generales de la paz y de la concordia!
Seguiremos cultivándonos en el hermoso y noble arte de la guerra, por supuesto. Lo haremos mejor que nunca, para evitar el derramamiento de sangre innecesario e injustificado. Con suma elegancia y perfecto sincronismo se resuelve la contienda, sin ambigüedades ni malentendidos acerca del vencedor: ambos, en realidad. Toda agresión se purifica y renace convertida en algo bello, constructivo.
Y, sí, conquistaremos el mundo. Lo llenaremos de cosas bellas, resultantes de la transformación purificadora: nuestra lucha. Los ríos de sangre se secarán y las montañas de cadáveres desaparecerán, dando lugar a un nuevo paisaje de esperanzadoras vistas. Dominaremos a quien quiere dominar para su lucro egoísta, haciéndole ver que su perniciosa ambición carece totalmente de sentido. Así lucharemos. Y tras nuestra conquista maravillosa volveremos por fin al mundo que nos ha dado la vida para ser parte de él, en armonía, sintiendo con él, siendo él.
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pensamiento
miércoles, 5 de noviembre de 2008
Noche de difuntos
Looking for a higher ground
Searching for this something missed before
From a higher ground
Will I fall in a right direction?
(Lacuna Coil - Closer)
31 de octubre, medianoche. La calle estaba desierta aquella noche. Hacía un frío terrible y el viento susurraba amenazante a través de calles y edificios. La luz de las farolas destruía el colorista paisaje urbano del día para sustituirlo por una postal dibujada en una gama monocroma de tonos cobrizos. Y yo en medio; en medio de nadie, en medio de la nada. Caminando solo en un desierto de ciudad; sin rumbo fijo, sin un lugar al que acudir.
Me limitaba a escapar. A escapar de todos los sitios en los que había estado, a escapar de mi anterior vida, de mi pasado. No sabía muy bien por qué lo hacía, pero esa era la mejor forma que conocía de mitigar el dolor, la angustia. A veces me mortificaba revisitando los recuerdos de una época pasada, agridulce, de luces y sombras. Sombras que me atormentaban, luces que afirmaban que había valido la pena todo lo vivido. Pero ahora era el momento de acabar con todo aquel sufrimiento.
Las horas de la noche avanzaban lentamente. Yo recorría la ciudad, de soportal en soportal, puerta a puerta, calle a calle, esquina a esquina, buscando por momentos cobijo del terrible frío de aquella noche. Encontré un lugar apacible, cubierto aunque ruinoso, en el que resguardarme de las inclemencias del tiempo. Era un lugar inhóspito, ¡pero era con creces lo más confortable que podría haber hallado aquella noche! Perdido en un laberinto de calles ajenas, desconocidas, era sin duda el mejor sitio. Allí me senté, en el suelo, esperando al amanecer. Y en la hora que lo precede —la más fría y oscura de la noche—, allí morí...
...para volver a nacer.
El sol emergió de entre las montañas del Este, dándome la bienvenida con sus primeros rayos. Sentí de nuevo como la sangre corría por mis venas, apresurada por vivir de nuevo, con intensidad. Me levanté del suelo y salí de aquel ruinoso lugar. Y caminé otra vez, toda la mañana; ahora sí tenía un destino claro: iba al encuentro de otras personas, personas maravillosas. No las conocía, pero las reconocería al instante por el brillo de su mirada, igual al de la mía en ese momento. Esbocé una sonrisa mientras caminaba con paso firme y decidido.
Y dejé atrás todo mi equipaje de preocupaciones, de recuerdos llenos de tristeza. Dejé atrás con ellos —supongo— a muchas personas queridas y conocidas. Lo siento, no puedo esperar. Que me sigan, si pueden, si quieren.
El sol brillaba en lo alto ahora, llenándome de energía con su calor dorado. Los colores de las cosas eran ahora vívidos y las calles se mostraban repletas de gente. Yo caminaba entre ellos, sin detenerme, sonriente. Mi corazón latía con fuerza.
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