Pensamientos de un Aventurero Cósmico.

viernes, 25 de enero de 2008

Escudarse en una creencia (II)

Las creencias relegiosas están haciéndole un flaco favor a la humanidad. Desde hace siglos han servido de Leitmotiv de la gran pantomima política; gente poderosa sedienta de aún más poder que en sus delirios de grandeza somete al pueblo a su injusta voluntad. Muchas guerras se han librado por causas religiosas (al menos esa era la excusa).

¿Sería un mundo sin creencias ni religiones un mundo mejor? Es demasiado tarde ya para renegar de la fe; el ser humano ha desarrollado su espiritualidad y ahora es impensable volver a un estado mental puramente animal. Es más, el uso del intelecto al servicio del progreso y la constitución de sociedades complejas es imprescindible de cara a la supervivencia. El ser humano no es rápido corriendo, ni posee potentes garras con las que defenderse; seríamos pasto de los depredadores. Tenemos nuestra capacidad para crear herramientas; dependemos de ello. Vivimos en sociedades con niveles de organización muy elaborados; necesarios ellos para coordinar con éxito misiones y desafíos cada vez más difíciles. Nuevamente hablamos de supervivencia, pero a nuestra manera. Todo esto es necesario.

El sentimiento religioso nace, una vez superado el problema de la supervivencia, para tratar de satisfacer la inquietud mental de cada individuo. El temor inspirado por el desconocimiento del porvenir hace que las personas se aferren a cualquier «ente superior» que parezca tener la respuesta. Todo es cuestión de profetizar, con amables palabras de bienaventuranza, un mundo mejor para las almas. Independientemente de que lo anunciado sea cierto o no, aparecen seguidores dispuestos a todo, a obedecer sin cuestionamiento. Nacen las religiones organizadas. Nacen las maniobras políticas disfrazadas de cruzadas ideológicas y espirituales. Muere el individuo como tal, alienado y plenamente entregado a la causa religiosa.

Es por esto que el hombre sabio, lejos de renegar de su espiritualidad, debe reforzar ésta hasta el punto de hacerla invulnerable a los embates del convencionalismo. Vivir como un ser único, fiel a su propia ley: el superhombre. Si en algo ha de tener fe el hombre es en sí mismo, en su propia divinidad.
The only thing I ever wanted, the only thing I ever needed
is my own way - I gotta have it all
I don't want your opinion, I don't need your ideas
stay the fuck out of my face, stay away from me
I am my god - I do as I please


(Pain - Shut your mouth)

Escudarse en una creencia (I)

El intelecto humano es un arma de doble filo. Cuando tenemos que solucionar un problema de índole técnica, el cerebro pronto se pone a cavilar y, con ayuda del conocimiento adquirido, ofrece una solución. Es maravilloso. También es magnífico todo el proceso creativo del que los humanos —unos más que otros— hacen gala. Formidable. Mas también ocurre que todo ese inmenso potencial se vuelve, a veces, contra la persona. Las causas pueden ser el miedo o la incerteza. Surge el temor en el individuo y éste, buscando protección, se escuda en lo primero que tiene a mano.

El miedo, ese inseparable y ancestral compañero del ser humano, desde siempre jugó un papel muy relevante en la supervivencia. Cuando aún el hombre vivía en las cavernas, era el miedo el que emergía ante el peligro inminente —el del posible ataque de un animal salvaje, por ejemplo—, persuadiendo al individuo de que lo mejor en esa situación sería escapar y ponerse a salvo. Con el progreso y con la creación de sociedades cada vez más complejas, ese miedo primordial comenzó a perder importancia; era posible, en grupo, defenderse del ataque, eliminar el peligro. Sin embargo, aún pese al avance, no se consiguió erradicar ese miedo; han surgido nuevos temores de una base puramente intelectual. Miedo a la soledad, miedo a lo inexplicable, miedo a lo impredecible, miedo a la muerte; el enemigo dejó de ser inminente e instantáneo para convertirse en algo latente e incierto. La duda eterna.

Surge, entonces, la necesidad de cubrir ese vacío generado por la capacidad intelectual; de ello depende alcanzar la felicidad, mitigar la tristeza y el desconsuelo propios de la incertidumbre. Cuestiones como la existencia de una vida después de la muerte hacen temblar al más valiente de los hombres, haciendo que en su lecho mortal se rebaje éste a la calidad de indefensa criatura a merced de la dama de negro. ¿Y si no hubiese nada después? Queremos creer que no es así. Tranquilos, la religión está aquí para desmentirlo, para prometernos un paraíso, para salvar nuestras almas. Queremos creer, deseamos creer.

Obtenemos así protección ante nuestro enemigo invisible; alguien subido a un altar nos dice que es así. «Por la señal de la Santa Cruz, de nuestros enemigos líbranos Señor, Dios nuestro. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén.» La salvación está ahí, y se alcanza obrando conforme a una serie de reglas o mandamientos. Hay que tener fe.

Tener fe es necesario pero ya no suficiente. Se nos exige también devoción, entrega; morir por la causa, si es necesario. Las religiones organizadas van más allá del simple ejercicio espiritual. Para nada se trata de servir de guía a la gente de a pie; se trata, más bien, de dominar a toda esa gente. Una multitud al servicio de unos pocos; unos pocos sedientos de poder. ¡Hasta con toda desfachatez nos llaman corderos, borregos! Nos dicen en qué creer y qué hacer; nos dan órdenes. Para nada se tiene en cuenta nuestro criterio u opinión.

La imposición de credo es siempre alienante, es más, se utiliza como medio para la subversión de las masas. Lo que viene después es siempre un ejercicio abyecto del poder. Quien tiene poder ansía tener más poder. Obtienen la entrega de millones de adeptos, de millones de vidas que se sienten miserables en mayor o menor medida. A cambio les ofrecen la salvación de sus almas, contrapartida que ni siquiera ellos tendrán que abonar.

miércoles, 23 de enero de 2008

La vida entera de un vistazo

Nosotros —un «nosotros» diluido en el olvido— llegamos a comprenderte aquel día. Sin embargo, hoy lo que prevalece es la indolencia.

Existe la creencia de que en el lúcido momento que precede a la defunción a uno se le pasa por delante toda la vida en cuestión de décimas de segundo, a cámara rápida. Se ve, en ese trágico momento, lo que ha marcado su vida, lo que tuvo especial significado, lo memorable.

Tal vez se pueda condensar la vida entera de una persona en un intervalo de tiempo tan minúsculo. Tal vez sean muy escasos esos fugaces momentos de dicha en la vida, terriblemente aislados por eternidades de tedio. Tal vez hayan sido más frecuentes esos mágicos momentos pero no se han disfrutado conscientemente. Tal vez nos hemos dado demasiada prisa en vivirlos, consumiéndolos en tiempo récord y apreciándolos tan solo superficialmente.

Los álbumes de fotos que almacenamos, polvorientos, en nuestras moradas testifican a nuestro favor, alegando que la nuestra ha sido una existencia rica en experiencias; una vida intensa. No estemos tan seguros; poco hemos sacado en limpio de nuestros viajes, de nuestros encuentros o de nuestra propio recorrido en la vida. Ansiamos llegar prontamente al destino, sin pararnos ni siquiera a tomar un café calentito para reponer fuerzas. Queremos alcanzar ese destino para, a continuación, marcar otro punto como destino y sin dilación partir hasta ese otro punto. Se olvida lo andado, se obvia el lugar actual: tan sólo unas coordenadas, ningún significado. Nos movemos a toda prisa de un lugar a otro, sin disfrutar de la vida en ninguno de los sitios visitados. Conocemos a un montón de personas, pero ni celebramos su compañía ni compartimos sus inquietudes. Edvard Munch - VampiroLo único que nos queda, al final, es ese conjunto de fotografías, borrosas y descoloridas, que nos recordarán que nosotros sólo estábamos detrás del objetivo y no delante. Espectadores de la vida fuimos.

Y en la hora de nuestra muerte seguimos siendo espectadores, atentos al resumen de nuestra propia existencia: aquel día memorable en el patio del colegio, el primer beso en la boca, la excursión con los colegas, el acto de graduación, etc. Familiares, amigos, vecinos, compañeros; todos entran en escena, pero al otro lado del cristal de nuestros ojos, sin sentirlo en nuestro interior, porque en verdad esa sensación es muy desconocida. Y todo se esfuma rápidamente, con el último aliento; todo se hiela y desvanece, a la par que el torrente furioso de nuestra sangre se calma, volviéndose apagado y tibio.

jueves, 3 de enero de 2008

La flor más hermosa (II)

Las 4 de la mañana, en la víspera de un día festivo. Buena hora para vagar por las calles de una ciudad dormida a trozos: mientras son muchos los que descansan en la quietud de la noche, unas pocas aves nocturnas recorren, por ocio o por tormento, el entramado de calles. En mi caminata observé, al doblar una esquina, una céntrica cafetería, muy luminosa, que envasaba a no pocas personas en su interior; sin duda aves nocturnas. Era una de esas cafeterías que no cierran en toda la noche para dar servicio a quienes gustan de tomarse algún refrigerio a altas horas de la madrugada, entre copa y copa; un oasis perdido en medio del desierto de la noche. Sintiendo el frío de la noche en la cara y con el estómago apaleado por el hambre, resolví muy adecuado entrar para tomar algún tentempié.

Las 4 de la mañana, sentenció mi reloj cuando le pregunté la hora. Era esa la hora a la que comenzaba aquel teatro mágico anunciado en el Lobo Estepario de Hermann Hesse. «Teatro mágico. Entrada no para cualquiera. ¡Sólo para locos!», rezaba el rótulo aquel, en el libro. Me senté y esperé a que alguien viniese a atenderme. Así ocurrió y pedí lo que me apeteció para saciar mi apetito.

Durante el tiempo que permanecí en aquel establecimiento observé, curioso, el tránsito de los clientes. Unos entraban, otros salían, todos se sentaban un rato y consumían. Y mientras ingería bocados de mi manjar nocturno, yo recapitulaba pensativo las cosas acontecidas en tiempo pretérito.

Poco tiempo antes de haber entrado en aquella cafetería yo había asistido a un concierto de música, en un antro oscuro y sucio que criaba en su cavernoso habitáculo una atmósfera de mugre y tinieblas. Había decidido distraerme esa noche de mis ocupaciones mundanas y escuchar algo de música; la única actividad que logra hacer que me evada de la cruda realidad para visitar, en mis pensamientos, lugares mágicos. Esa noche tocaron dos grupos, teniendo éstos que compartir un escenario de reducidas dimensiones y algunos instrumentos.

En aquel lóbrego local me encontré con alguien de conocida faz pero, hasta entonces, ignorada identidad. Nos conocíamos de vista y, por ello, nos saludamos, nos presentamos y conversamos un poco. Encuentros anteriores no habían ido más allá de un cruce de miradas; un gesto de complicidad por encima de toda la masa de gente que, día tras día, es partícipe de la coreografía inerte de lo cotidiano. El de esa noche fue diferente: enriquecedor. Supo decirme lo que verdaderamente importa en la vida y lo que era totalmente accesorio y, como si de toda la vida me conociese, acertó de pleno en mis inquietudes al respecto. Un ángel, tal vez. Salí de aquel lugar con una visión renovada del mundo y dispuesto a vivir intensamente mi vida, disfrutando al hacer lo que tenga que hacer como parte de esas intensas vivencias. Y todo lo que no entre dentro de este plan es prescindible.

Terminé mis viandas y pagué la cuenta. Saludé con cordialidad a quienes me habían atendido y abandoné aquella luminosa cafetería perdida en la noche. Mi estómago estaba ahora saciado y mi mente tranquila. Buen momento para irse a dormir, pensé.