Llegué a acariciar el cielo. El recuerdo de tan dulce experiencia aún vibra en mi memoria.
De los errores se aprende. Eso dice mucha gente, y razón no les falta. A veces el camino de la vida muestra algún repentino obstáculo que no sabemos esquivar e, inevitablemente, hace que nos caigamos al suelo. Duele. Nos levantamos, dolidos, pero seguimos avanzando.
Ocurre además que, a fin de evitar posteriores caídas con similares trabas, aprendemos de lo sucedido para obrar mejor en el futuro. Y no solo eso: también nos sirven nuestros tropiezos para reafirmarnos en nuestras convicciones, combatiendo la indecisión que tantas veces nos hace vagar sin rumbo fijo y a riesgo de caer más y más veces. Caer: sea en la tentación o en el áspero suelo. Por ello es útil la determinación: el saber actuar en todas las circunstancias.
He aprendido que nunca debemos rendirnos. La rendición es solo para los cobardes. Lo que nos conducirá a la gloria será la perseverancia en la lucha honorable por aquello que de verdad nos constituye como verdaderas personas. Es la defensa de nuestros ideales más puros: en verdad son susurros del corazón. La rendición nos lleva a la renuncia de lo que más queremos y nos deja a merced de lo que nuestros rivales dispongan. Por nuestra libertad —que nos es legítima— no debemos rendirnos.
Rendirse... ¡Vaya un mensaje de mediocridad que legaríamos a nuestros descendientes y seguidores! Aprenderían estos a ser unos malditos lameculos, incapaces de cuestionar el por qué de su lluvia de calamidades. ¡Sea sangre fuerte la que corra por sus venas, y sea esa sangre la nuestra!
Tal vez hoy tropecemos. Tal vez hoy convenga batirse en retirada, pudiendo ser éste un acertado y sabio movimiento estratégico en pos de un posterior contraataque. Pero nunca nos rendiremos. Nos caemos y nos levantamos; nuestro avance no se detiene. Lucharemos hasta el final, para solventar el conflicto, para alcanzar de nuevo la luz.