La última guerra acaba de estallar. Última porque ya no vendrá otra; ésta no tendrá fin. ¡Sálvese quién pueda! Ha ocurrido porque el ambiente era irrespirable, de crispación constante: el conflicto era inminente. El mundo entero estaba agitado, caliente, enervado, rabioso. El último reducto de paz en la Tierra desapareció, desintegrándose en medio de la tormenta.
Ya no hay esperanza. Carece de sentido plantearse qué hacer en el futuro. Viviremos, de ahora en adelante, cada día como si fuera el último de nuestras vidas. En realidad, podría tratarse éste del último día de nuestras vidas. Aún cuando reina la calma —aparente, por supuesto— la preocupación se respira en el aire, pues en cualquier momento puede aparecer la bala, la flecha o el rayo que nos fulmine.
Los únicos buenos momentos que toca vivir ahora son los proporcionados por la satisfacción de abatir al enemigo, de causarle una baja más, de saquear sus propiedades y de conquistar su territorio. Es una alegría pasajera, pues todo eso así obtenido se desvanecerá rápidamente. Nada permanece en su sitio. Es el caos.
Tan solo cabe esperar, sin prisas, por la única cosa de la que tenemos certeza absoluta de que va a ocurrir: nuestra propia muerte. No buscamos la muerte biológica, sino la extinción de nuestra propia alma. Buscamos alcanzar el nirvana, reiniciar el ciclo; para renacer como una nueva humanidad, mejorada y superior.
Pensamientos de un Aventurero Cósmico.
lunes, 12 de noviembre de 2007
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