Se me ha negado el amor. Mi amor era puro y sincero, dirigido a lo que yo más quería en este mundo; y ese amor venía a mí con igual pureza y sinceridad. Mutuo afecto, mutua complicidad. Era una sensación mágica, con la cual yo me sentía flotar envuelto en besos y caricias. Pero ese amor se me ha negado.
Mi amor no entendía de propiedades. No había pertenencias ni exclusividades; sólo respeto, sólo amor. Pero se ha construido una cerca a su alrededor, impidiéndole ver más allá de la parcela en la que ha sido confinado. ¡Triste destino para un amor, vuelto ciego por imposición! Se le ha asignado un dueño; un señor al que rendir pleitesía, un amo al que servir como esclavo.
Mi amor no era amor de esclavos; era amor de reyes. Soberano, ejercía su mágico influjo sobre sus receptores, llenándolos de alegría y felicidad, haciendo que se sientan queridos. Y ahora mi amor llora enjaulado, lastimado por los rudos grilletes que impiden su expresión.
Los amores se disfrazan de compromiso, se visten de boda y se juran fidelidad. ¡Pura pantomima! El matrimonio es tan sólo un pretexto para retener lo que, por su naturaleza, ha de fluir libremente; ¿no es acaso ese maldito sacramento una vil excusa para restringir, en un pacto de exclusividad, la actividad amorosa y sexual? Las relaciones de pareja son cárceles para los amores libres, que se bastan con el respeto mutuo para funcionar bien. Pero todo se lleva al extremo más radical, y se prohibe todo contacto que viole el pacto de exclusividad. ¿A qué viene tanto interés en bloquear, en entorpecer?
El poder radica en instituciones como el matrimonio. La prohibición de toda relación sexual extramatrimonial —algo que se ha disfrazado con el elegante término «fidelidad»— ha sido impuesta con el único objeto de asegurar que todos los hijos desciendan del mismo padre, el mismo que les ha de legar en herencia todas sus posesiones. De nuevo las posesiones; ahí aparece el poder. Que nada quede para los hijos bastardos, irreverentes con el patrimonio, deshonra para su progenitor.
La sociedad: bendición y plaga del ser humano. La sociedad es también culpable de la encarcelación del amor libre. Las sociedades se han erguido con el esfuerzo racional y decidido de los hombres; no hay cabida para las emociones ni para el amor. Mientras tanto, los directores de banco tienen ya potestad para oficiar bodas: lo que la hipoteca ha unido, que no lo separe el hombre. ¡Que a nadie se le ocurra perturbar el orden de la sociedad, bajo pena de marginación y repudio!
Por todo eso yo me niego a ser parte de ese terrible juego de falsos amores, intereses ocultos y emociones fingidas. En respuesta, se me ha negado el amor.
Mi amor no entendía de propiedades. No había pertenencias ni exclusividades; sólo respeto, sólo amor. Pero se ha construido una cerca a su alrededor, impidiéndole ver más allá de la parcela en la que ha sido confinado. ¡Triste destino para un amor, vuelto ciego por imposición! Se le ha asignado un dueño; un señor al que rendir pleitesía, un amo al que servir como esclavo.
Mi amor no era amor de esclavos; era amor de reyes. Soberano, ejercía su mágico influjo sobre sus receptores, llenándolos de alegría y felicidad, haciendo que se sientan queridos. Y ahora mi amor llora enjaulado, lastimado por los rudos grilletes que impiden su expresión.
Los amores se disfrazan de compromiso, se visten de boda y se juran fidelidad. ¡Pura pantomima! El matrimonio es tan sólo un pretexto para retener lo que, por su naturaleza, ha de fluir libremente; ¿no es acaso ese maldito sacramento una vil excusa para restringir, en un pacto de exclusividad, la actividad amorosa y sexual? Las relaciones de pareja son cárceles para los amores libres, que se bastan con el respeto mutuo para funcionar bien. Pero todo se lleva al extremo más radical, y se prohibe todo contacto que viole el pacto de exclusividad. ¿A qué viene tanto interés en bloquear, en entorpecer?
El poder radica en instituciones como el matrimonio. La prohibición de toda relación sexual extramatrimonial —algo que se ha disfrazado con el elegante término «fidelidad»— ha sido impuesta con el único objeto de asegurar que todos los hijos desciendan del mismo padre, el mismo que les ha de legar en herencia todas sus posesiones. De nuevo las posesiones; ahí aparece el poder. Que nada quede para los hijos bastardos, irreverentes con el patrimonio, deshonra para su progenitor.
La sociedad: bendición y plaga del ser humano. La sociedad es también culpable de la encarcelación del amor libre. Las sociedades se han erguido con el esfuerzo racional y decidido de los hombres; no hay cabida para las emociones ni para el amor. Mientras tanto, los directores de banco tienen ya potestad para oficiar bodas: lo que la hipoteca ha unido, que no lo separe el hombre. ¡Que a nadie se le ocurra perturbar el orden de la sociedad, bajo pena de marginación y repudio!
Por todo eso yo me niego a ser parte de ese terrible juego de falsos amores, intereses ocultos y emociones fingidas. En respuesta, se me ha negado el amor.
1 comentario:
Una frase que he leido ayer: "Los amantes son como las balas...nunca oyes la que te alcanza" El club cripto-amnesia de Bracewell
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