Sin saber cómo, llegué a volar alto y pude acariciar las nubes. Creí que incluso podría quedarme con una, llevármela para casa o regalársela a alguien especial. Pintaba paisajes con los colores que más me gustaban, dándoles así mi toque personal. Con gran satisfacción observaba, en mil noches tranquilas, una humanidad durmiente y silenciosa arrullada por la suave brisa. Perdido, a gusto y voluntad, por los entresijos de caminos de montaña me topaba unas veces con cumbres y otras veces con valles: ambos eran interesantes y divertidos. Siempre buscando nuevos lugares y experiencias; de vez en cuando llevando alguno de los parajes encontrados al archivo de los predilectos.
Sin embargo, mi sustentación se mantenía frágil, en un delicado equilibrio. Volaba algo inseguro cuando me tuve que enfrentar a la tormenta, así que terminé perdiendo el control e inevitablemente me caí. No fui capaz de remontar el vuelo.
Caminé, entonces, de nuevo por lugares nuevos. Nada era lo mismo: lo que antes me llenaba de júbilo se me antojaba ya anodino y desencantado. Creyendo seguro el caminar, me olvidé de altos vuelos por una temporada; pero estaba equivocado, pues la senda pedestre tiene en su discurso infinitos obstáculos diminutos que son invisibles a vista de pájaro. Tropecé, tropecé y volví a tropezar.
Me alejé entonces de toda aventura y me encerré en mi desolación, desolación que engalané con colores chillones e himnos hipócritas, pretendiendo así camuflar su tétrica estampa. Desde mi balcón de piedra saludaba a todo aquel que por delante de mi vida pasaba, con una simulada sonrisa, con un ensayado gesto de aprobación. Me encarcelé, declarándome el peor enemigo de mí mismo. Y comencé a notar un extraño vacío en mi interior.
Un día me pregunté qué sería esa sensación de incompletitud que revoloteaba inquieta en mis entrañas. Me llevé esa duda a la cama, mentalmente agotado por no haberle encontrado respuesta. Recuerdo que a la mañana siguiente me desperté de repente, sorprendido por una revelación venida en sueños. Fue como un ángel que apareció, me dio un beso en la frente y me dijo algo. Sus palabras exactas no las recuerdo; sé que fue un mensaje breve y dirigido al alma. Me incorporé, ya perfectamente despierto y muy calmado. Sonreí. Eran las 11:11.
Decidí salir, de mi presidio. Comprendí el mensaje y me dispuse a llevar a la práctica lo aprendido. Volveré a volar, o a caminar; lo que desee, lo que proceda según la ocasión. Ahora sé como hacerlo: ahora sé como capear el temporal, cómo abrazar la tormenta, cómo vencer toda dificultad. Sé que el vuelo en compañía es más placentero, que el camino acompañado se hace fácil. Convencido estoy de que abriendo mi corazón al prójimo soy más fuerte que el que se escuda en la desconfianza. No me van a faltar aliados.
Sin embargo, mi sustentación se mantenía frágil, en un delicado equilibrio. Volaba algo inseguro cuando me tuve que enfrentar a la tormenta, así que terminé perdiendo el control e inevitablemente me caí. No fui capaz de remontar el vuelo.
Caminé, entonces, de nuevo por lugares nuevos. Nada era lo mismo: lo que antes me llenaba de júbilo se me antojaba ya anodino y desencantado. Creyendo seguro el caminar, me olvidé de altos vuelos por una temporada; pero estaba equivocado, pues la senda pedestre tiene en su discurso infinitos obstáculos diminutos que son invisibles a vista de pájaro. Tropecé, tropecé y volví a tropezar.
Me alejé entonces de toda aventura y me encerré en mi desolación, desolación que engalané con colores chillones e himnos hipócritas, pretendiendo así camuflar su tétrica estampa. Desde mi balcón de piedra saludaba a todo aquel que por delante de mi vida pasaba, con una simulada sonrisa, con un ensayado gesto de aprobación. Me encarcelé, declarándome el peor enemigo de mí mismo. Y comencé a notar un extraño vacío en mi interior.
Un día me pregunté qué sería esa sensación de incompletitud que revoloteaba inquieta en mis entrañas. Me llevé esa duda a la cama, mentalmente agotado por no haberle encontrado respuesta. Recuerdo que a la mañana siguiente me desperté de repente, sorprendido por una revelación venida en sueños. Fue como un ángel que apareció, me dio un beso en la frente y me dijo algo. Sus palabras exactas no las recuerdo; sé que fue un mensaje breve y dirigido al alma. Me incorporé, ya perfectamente despierto y muy calmado. Sonreí. Eran las 11:11.
Decidí salir, de mi presidio. Comprendí el mensaje y me dispuse a llevar a la práctica lo aprendido. Volveré a volar, o a caminar; lo que desee, lo que proceda según la ocasión. Ahora sé como hacerlo: ahora sé como capear el temporal, cómo abrazar la tormenta, cómo vencer toda dificultad. Sé que el vuelo en compañía es más placentero, que el camino acompañado se hace fácil. Convencido estoy de que abriendo mi corazón al prójimo soy más fuerte que el que se escuda en la desconfianza. No me van a faltar aliados.