Asentados por unos días en Helsinki, mis compañeros y yo nos dedicamos a conocer el estilo de vida de las gentes del país en el que nos hallábamos. Con los días medrados considerablemente en horas de luz —unas 22 en la época en la que fuimos— podíamos pulular alegremente por la ciudad y sus inmediaciones sin temor a que la noche se nos viniese encima.
Uno de los lugares más singulares que he visto durante la estancia en la capital de Finlandia es el conjunto de seis pequeños islotes que responde al nombre de Suomenlinna —que significa «castillo finlandés», y que realmente se trata de un área fortificada—. Puede decirse que el día que visitamos este peculiar archipiélago fue un día de tregua, un día de relax; durante los tres anteriores no habíamos parado ni un momento con todo el ajetreo de los desplazamientos. Suomenlinna es un lugar ideal para relajarse, apartado del bullicio de la ciudad, con pequeños trozos de verde a la sombra de los árboles y hasta una pequeña playa de arena para darse un chapuzón (en esa época del año las aguas del Báltico no están frías y tienen un gusto sorprendentemente dulce). Pero si hay un rincón de esas islitas que me ha cautivado de manera especial, éste ha sido un chiringuito caracterizado por ser el más cutre y apartado de los que allí pudiese haber, perdido entre embarcaciones y botes de pintura. Era el último reducto a salvo de la avalancha de turistas veraniegos, decadente y romántico, realmente entrañable.
El día siguiente ya no fue tan relajado. Desde el puerto de Helsinki tomamos un transbordador que nos llevó a Tallin —capital de Estonia—, después de tres horas de travesía por el Báltico. Esta ciudad parece una extraña mezcla de cuento de hadas y viejas glorias de la URSS. Casas y calles al estilo medieval tenían por fondo grises edificios que se extendían hasta que tropezaban con las montañas. Mercados por las calles. Reclamos para los turistas. La impresión que me llevé de la zona antigua de esta ciudad es muy grata, sumamente bella, pero todo aquello se me antoja un tanto artificial por tratarse a todas luces de un teatro hecho para los turistas. Nuevamente, hay que saber reconocer lo auténtico y maravillarse así con la cultura del lugar, exótica y esplendorosa: catedral y ciudad antigua —declarada Patrimonio de la Humanidad— son dignas de ver.
Pasamos todo ese día en Tallin, regresando al final de la tarde a Helsinki en el mismo ferry que hasta allí nos había llevado. Otras tres horas de travesía. Llegamos exhaustos a nuestra temporal morada y con ganas solo de dormir.
Pensamientos de un Aventurero Cósmico.
miércoles, 4 de julio de 2007
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