Solía confiar en las personas; sé que nuestra naturaleza es ser bondadosos. Pero surge la avaricia, la sed de poder o simplemente la envidia: el ego se hace notar. Se forma ese deseo de avasallar, de imponerse a los demás. Las personas ya no son buenas, prefiriendo la hostilidad a la cooperación.
Ese fiero tornado que es el deseo de poder pronto se torna en catástrofe. Hermanos que pelean, amigos que traicionan, amantes que abandonan. Sin reparo se causa el daño, se ofende, se humilla, se destruye, se aniquila. Todo por un poco más de esa sensación de poder, todo por satisfacer ese deseo impuro que es estar por encima de los demás.
Todo vale: por la espalda, sigilosamente, cuando todos duermen. Se planea y se ejecuta, sin considerar daños colaterales, sin darle importancia a nada que no sea el beneficio personal, sin pararse a pensar en las víctimas. Sin respeto, sin honor. Tan solo hay que esperar al momento adecuado.
Pero ese oportunista corso no puede nunca vencer. Ese sabotaje, esa fechoría no quedará impune. Su beneficio no perdura; se desvanece, se marchita, porque su autor sirve a la mentira y a la traición. Se sumirá en la desgracia su artífice tratando de sostener lo insostenible, condenado a una infinita preocupación que terminará por arrastrarle a la peor de las ruinas.
Le debo una canción a lo oportuno,
A lo oportuno, mutilador de cuanta ala.
Le debo una canción de tono oscuro
que lo encadene a vagar su eterna madrugada.
Silvio Rodríguez - Testamento
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