
A un paisaje envejecido por la mugre llegó la sombra. Las farolas encendieron sus cobrizas lenguas de tungsteno al unísono, dando así la bienvenida a una nueva noche de plástico. Cómplices de la quietud de la noche, nos dábamos mil besos envueltos en satén y terciopelo. Solíamos encontrarnos en la tranquilidad de la noche, a la luz de las velas, en un lugar mágico y desconocido para los demás: nuestro santuario.
Pero una noche fui allí a buscarte y no estabas. Te esperé, pero no volviste. Me pregunté dónde estarías, a dónde habrías ido, pero no dí con la respuesta. Comencé a preocuparme. Muchas fueron entonces mis hipótesis acerca de tu paradero, endiabladas teorías, nada alentadoras, aciagas en su mayoría. Te imaginé en algún inhóspito lugar abandonada, vejada y violada por algún maldito demonio. Te dí incluso por muerta, ¡oh, pequeña mía! La incertidumbre era mi continuado tormento, día y noche, semana tras semana.
Oí tu voz, pero no eras tú; no me lo pareció. Tal vez sí, no lo sé. Mi desesperación distorsionaba mis sentidos hasta hacerme ver, sentir, lo que se me antojaba más atroz. Lloraba tu ausencia, maldecía tu suerte por suponerla infame. Iracundo, beligerante ya, golpeé muros y paredes, consiguiendo sólo hacer a mis puños sangrar, salpicando con sangre las páginas de mi diario. Sangre que se mezclaba con mis lágrimas en el papel, turbiando más aun la poco clara crónica que yo hacía, desde mi emponzoñada óptica, de mi desgraciada vivencia.
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