Pensamientos de un Aventurero Cósmico.

jueves, 21 de junio de 2007

Cordialidad

Hay algo maravilloso que temo vayamos a perder, y ese algo es el trato cordial entre amigos, compañeros, vecinos o —¿por qué no?— personas cualesquiera, conocidas o no. Quedan, no obstante, algunos rescoldos de tan agradable muestra de humanidad desperdigados por la infinidad de lo cotidiano y que se hacen notar, cuando afloran, como oasis en el desierto. Relataré algunos casos que para mí son memorables.

Hará cosa de unos diez años yo solía utilizar el autobús para desplazarme a ciertos destinos que no vienen al caso. En dichas travesías era habitual encontrarse gente muy variada, aunque predominaba entre los viajeros la tercera edad.

Un pasajero habitual era un señor que todos los días subía en su parada, a la misma hora —las cuatro de la tarde—, pagaba su billete y, acto seguido, saludaba a todo el conjunto de los viajeros con un sonoro y enérgico «¡Buenas tardes a todos!». Algunos pasajeros le devolvían el saludo cordialmente, amenizados, sin duda, por esa cosa tan sencilla que es un saludo. ¿A quién iba dirigido? A nadie en particular; a todos los presentes.

La línea de autobuses a la que hago alusión cubría el transporte de pasajeros entre localidades pertenecientes a la comarca en la que vivo, algunas de ellas decididamente rurales. Yo pensaba, por tanto, que esta facilidad para el diálogo y la comunicación entre personas aparentemente desconocidas era característica y casi exclusiva de las gentes de los núcleos de población pequeños. También pensaba que, por tratarse de un entorno totalmente opuesto al mencionado, la gente de ciudad era menos comunicativa, hasta el punto de suponer que casi nadie conocía a sus vecinos más próximos. Mas, ¡qué grata sorpresa la mía!, cuando teniendo que viajar en reiteradas ocasiones en líneas de bus urbano, metro, etc. —hablo, por ende, de las más grandes urbes— observé muestras de cordialidad similares a las presenciadas en mi entrañable autobús «interaldeano».

Este hecho me dio que pensar, y todavía no estoy seguro de lo que haya podido sacar en limpio de mis cavilaciones. La cuestión es que no importa el número de habitantes de una zona; creo que la justificación de este afán comunicativo se halla en algo mucho más fundamental. La respuesta la hallo en otras bonitas observaciones de mi entorno.

En otra ocasión, saliendo yo de casa me encuentro con la muy amable señora vecina mía, que me pregunta:

―Oes! Cando ven o teu pai?
―Pois seguramente virá agora, para o verán; depende de se teñen boa pesca ou non.
―Está ben. Veña, adeus!
―Adeus!

De repente, me veo inmiscuido en una conversación en la que se me interroga acerca de la situación laboral de mi padre. Pero lo cierto es que se agradece ese interés, sea éste con un verdadero afán de preocuparse por la gente conocida o bien por mera cortesía. Pocas conversaciones así de breves tienen la capacidad de hacernos sentir mejor, apreciados, valorados por el prójimo. Lo triste de este asunto es que este tipo de conversaciones son iniciadas por la gente mayor con mayor frecuencia que por las nuevas generaciones —entre las cuales aún me incluyo—. Paradójicamente, las personas más jóvenes, dotadas de teléfonos móviles de última generación y de otros sistemas de comunicaciones inimaginables hace un par de décadas, resultan ser las menos comunicativas. ¿Qué nos pasa?

miércoles, 20 de junio de 2007

Delirios de grandeza

¿Pero qué ven mis ojos? ¿No es, acaso, la misma y repugnante imagen del mismo tirano que pretende subyugarnos con sus mentiras? Es la misma faz, la misma actitud prepotente y la misma mirada desdeñosa. Es la misma infame persona que busca dominar a sus semejantes, y por ello no duda ya en compararse con el todopoderoso. ¡De siempre prepotente y ahora, además, blasfemo!

Ah, maldito indeseable. Te crees ya que sabes mucho más que los demás (habría que demostrarlo), que eres el mejor. Piensas que puedes llegar muy alto porque has tenido un golpe de suerte; en realidad te sobreestimas. Estás convencido de que estás predestinado a ser un dios, pero ese es solo tu delirio de grandeza.

Queriendo alcanzar el sol te quemarás. Y caerás al vacío envuelto en llamas. Vuelas muy álto, Ícaro, vuelas muy alto.

miércoles, 13 de junio de 2007

Fue un sueño

Me contabas, Eléanor, con lujoso detalle, lo que al parecer fue una ensoñación tuya. Pero debes darte cuenta, querida, de que Morfeo te la jugó, y que lo que daba la impresión de ser un vívido recuerdo de experiencias pasadas no es, en realidad, más que un alocado sueño engendrado en tu ocurrente cabecita.

En tu fantasía apareció un extraño personaje, surgido de la nada, y te tendió la mano. Te dio también algún abrazo y algún beso en la mejilla. ¡Parecía tan real...! Jurarías haber sentido de verdad sus caricias. Luego te llevó a lugares mágicos, obscuros pero pacíficos, solazados por una suave y fresca brisa nocturna. Brisa que alborotaba tus cabellos, suaves y lacios. Te sedujo y te condujo a un mundo diferente, de plata y seda, de dulces aromas, de sosiego interminable. Te sentías confortada, comprendida, querida, venerada. ¡Ay, Eléanor, qué bonito era aquello!

Tu imaginación durmiente visitaba luminosos parajes pertenecientes a los más recónditos lugares del mundo. Ibais volando a todos ellos, cogidos de la mano tu amigo y tú, observando gentes y costumbres, paisajes y ciudades. Te presentó tu cómplice a otros seres de su misma galaxia, los cuales te acogieron con fervoroso cariño. Te invitaban a sus banquetes celestiales, en lo alto de alguna inaccesible montaña; una suerte de Olimpo donde espacio y tiempo aflojaban su estricta definición. Todos te admiraban, siendo siempre su foco de atención. Eras la niña de sus ojos.

Pero tu onírica aventura llegó a su término. Despertarse de aquel sueño fue algo traumático. De nuevo, sufriste el choque con la realidad, pútrida y pestilente. Aquel extraño compañero desapareció, y con él, todo ese mundo de maravillas. Pero te niegas a creerlo. ¡Fue un sueño, Eléanor, sólo un sueño! A veces afirmas haber visto a alguien que se le parece, pero sólo es una impresión tuya; algo meramente subjetivo, fruto de casuales reminiscencias de la mente. No es real, no existe de verdad.

Te pareció ver también a algunos de los que compartieron manjares y ambrosías contigo en aquel rincón del paraíso que tu soñaste. Olvídalo, no eran ellos, porque tampoco existen. Seguramente tu imaginación trastornada te sugirió eso donde sólo había un grupo de personas engullendo como cerdos comida basura, hablando de sus sucios e indecorosos asuntos. Tú afán por identificarlos ha hecho incluso que éstos te correspondiesen con alguna mirada desdeñada, causante a la postre de tu extremada angustia.

Ahora estás despierta, Eléanor, y nada de aquello que soñaste existió ni existirá. No sigas buscando; deja de darle vueltas en tu cabeza, pues así sólo lograrás una mayor decepción. La realidad en la que ahora estás inmersa puede resultarte muy dura, sintiéndote incomprendida, en ocasiones ignorada, fracasada. Los paisajes que te rodean son grises y deprimentes. Las personas que ves todos los días parecen llevar un mensaje funesto escrito en su cara, de perenne tristeza, de enorme desdicha. ¡Debes ser fuerte, Eléanor!

Suena en tu cabeza una infernal melodía, monótona y repetitiva. Tiene un compás de siete por cuatro, y siempre suena la misma nota. Es la sintonía de la realidad, cansina e implacable. Nada hay, en el día a día, que rompa con la rutina. Tu sueño revelaba maravillas, Eléanor, pero eso ya pasó. Aunque, eso sí, podrás cuando quieras volverte a dormir y bucear por los insondables entresijos del subconsciente.

What if i unscrew
Your own identity
Wouldn't you guess there's nothing left of you?

The Gathering - Eléanor

martes, 5 de junio de 2007

Cupido entra en Matrix

Aún hace poco vi por enésima vez la película Matrix, y pensando que ya conocía todos los recovecos de su argumento —así como sus respectivos significados— me quedé gratamente sorprendido al descubrir un nuevo matiz que había pasado para mí desapercibido durante todo este tiempo, desde que la estrenaron en 1999.

Lejos del evidente interés comercial que dicho largometraje cobija tras todo ese alarde de efectos especiales, obscuros ropajes y música tecno-industrial, la obra a la que aquí rindo homenaje constituye para mí todo un tratado de filosofía. Es obvio que durante toda la película se reitera una y otra vez el mensaje «conócete a ti mismo»; esto no supone ninguna novedad, al menos no para mí. Pero en esta última ocasión en la que la vi he recabado un nuevo e interesante concepto que procedo a detallar.

Un aspecto del film que siempre tuve en muy escasa consideración es el relativo al enamoramiento de Trinity hacia Neo, por parecerme totalmente accesorio y propio de un sentimentalismo barato. Mas ahora opino que ese es un detalle crucial e imprescindible.

En la vida, el amor juega un papel muy importante, no sólo al nivel de la atracción física, sino también en los niveles espiritual y «divino» —por llamarle de alguna forma, con una fugaz visión del Tantra en mi mente—. Por esta razón existe ese enamoramiento hacia el Elegido, porque éste es el único capaz de corresponderle para finalmente lograr así los dos juntos la maravilla de la perpetuación de la especie humana.

El amor consiste esencialmente en «dar», en brindarle a la persona querida el cariño y la comprensión que el resto del mundo no puede ofrecerle, como una suerte de complicidad —inimitable por los que no aman— que guiará a los amantes hacia la felicidad —esto es, la ausencia de toda pena—. Dicha complicidad será el nido para el milagro de la creación de la vida, desde la procreación hasta la adecuada educación de los descendientes. Es por ésto que debe existir esa compenetración, que comienza con un ejercicio de autoconocimiento que luego se extiende a continuación al otro individuo.

En Matrix insisten mucho en el asunto del autoconocimiento —existiendo una analogía entre la película y el Mito de la Caverna de Platón—, extendiéndolo luego al terreno amoroso. El enamoramiento de Trinity no se ve en un principio correspondido, pues el sentimiento recíproco se halla aún aletargado en el incrédulo Neo. Mas cuando éste comienza a creer en su potencial —y, por ende, a actuar como el Elegido— el amor surge y se produce el milagro (literalmente, además).

No obstante, no debemos olvidar que esto es una película y que, en general, la vida real puede diferir mucho de este «cuento de hadas». Sirva, de todos modos, la magnífica historia futurista de la película para inspirarnos en la búsqueda del amor. Así, para alcanzar el Amor Verdadero es preciso satisfacer tres requisitos que tienen sus correspondencias con los distintos niveles a los que opera tan noble sentimiento (de acuerdo con el concepto del Amor Platónico): físico, espiritual y, por último, de la belleza en sí misma. Esta idea exige que la pareja alcance un nivel de sabiduría adecuado —necesario para saber sopesar los duros embates de la vida— y que goce de una buena salud, amén de un vívido amor propio y una gran autoestima por parte de cada individuo. Son éstas condiciones indispensables para que una pareja que se ama pueda proyectar toda su esencia divina —fruto de su amor— en sus vástagos.

viernes, 1 de junio de 2007

Las causas de la guerra

Lo que sigue es un fragmento de una charla pronunciada por Jiddu Krishnamurti en Bangalore (India), en el año 1948. Junto con otras, dicha charla está recogida en un volumen cuya edición original lleva por título Talks in Bangalore, India, 1948 (The Collected Work, vol. V), disponible también traducido a otros idiomas.


¿Qué es, pues, lo que causa la guerra, sea religiosa, política o económica? Es evidente que la creencia, ya sea en el nacionalismo, en una ideología o en un dogma determinado. Si en vez de creencias tuviéramos buena voluntad, amor y consideración entre nosotros, no habría guerras. Pero se nos alimenta con creencias, ideas, dogmas y, por lo tanto, engendramos descontento. La presente crisis es ciertamente de naturaleza excepcional, y nosotros, como seres humanos, o tenemos que seguir el sendero del constante conflicto y de las continuas guerras, o de lo contrario ver las causas y volverles la espalda.

Lo que causa la guerra, evidentemente, es el deseo de poder, de posición, de prestigio, de dinero, y también la enfermedad llamada nacionalismo ―el culto a una bandera― y la enfermedad de la religión organizada ―el culto a un dogma―. Todo eso es causa de guerra, y si ustedes, como individuos, pertenecen a cualquiera de las religiones organizadas, si son codiciosos de poder, si son envidiosos, forzosamente producirán una sociedad que acabará en la destrucción. Así que todo depende de ustedes y no de los líderes, ni de Stalin, ni de Churchill, ni de ninguno de los otros. Depende de ustedes y de mí, pero parece que no nos damos cuenta. Si por una vez sintiéramos realmente la responsabilidad de nuestros propios actos, ¡cuán pronto podríamos poner fin a todas estas guerras, a toda esta miseria! Pero, como ven, permanecemos indiferentes. Comemos tres veces al día, tenemos nuestros empleos, nuestra cuenta bancaria, grande o pequeña, y decimos: «Por el amor de Dios, no nos moleste, déjenos tranquilos». Cuanto más alta es nuestra posición, más deseamos seguridad, permanencia, tranquilidad, menos injerencias admitimos, y más deseamos mantener las cosas fijas, como están; pero las cosas no pueden mantenerse como están, porque no hay nada que mantener. Todo se desintegra.