Poco a poco fueron despertando el resto de pasajeros, y cuando la vigilia era ya común a todos los ocupantes del vehículo acordamos con unanimidad procurarnos un desayuno antes de emprender de nuevo la marcha hasta el siguiente destino de nuestro viaje. Dicho y hecho, pronto conseguimos algo de café para tomar en la mismísima calle, pues el espíritu nómada que nos guiaba en esos días de incesante movimiento nos sugería éste como el mejor lugar. Nos despedimos de la ciudad en la que nos hallábamos haciéndole una última visita a algunas de sus calles, ahora iluminadas por la luz del día. Nos subimos al coche y salimos de Frankfurt incorporándonos a la Autobahn que nos llevaría de nuevo al aeropuerto al que llegamos en el día anterior. Allí tomaríamos el siguiente vuelo marcado en nuestro itinerario.

Tan sólo posar los pies en tierra finesa hizo que me embargase una extraña sensación, mezcla de júbilo y melancolía. Este remoto país me había cautivado desde muchos años atrás, pues me lo figuraba yo lleno de cosas maravillosas y exóticas. Pronto comprobaría que no estaba equivocado (como muestra primera de mi comprobación, señalaré la bien dotada y esbelta conductora del autobús; inminente exhibición de belleza nórdica).
Sobre las ocho de la tarde llegamos por fin a Helsinki, donde habíamos quedado con una querida amiga que se hallaba en ese remoto paradero desde hacía unos meses. Curiosa sensación al toparnos con ella: tras muchas horas de viaje, de visitar lugares tan dispares como los que ya habíamos visto (tan lejos de casa), de ver y conocer gente muy diversa, la sensación que produce ver de nuevo a un conocido en un lugar tan insospechado hace tambalear nuestros sentimientos, desde lo más hondo de nuestro ser. El encuentro fue celebrado con la alegría y la euforia propias del viajero que descubre para sí nuevos horizontes.
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